3.)
La familia es el lugar donde madura una verdadera
educación en la paz y en la justicia.
En la familia los hijos aprenden los principios humanos
y cristianos como la solidaridad, la acogida por el otro,
el respeto por las reglas, la colaboración, la compasión,
la fraternidad, el perdón bases esenciales para la
vivencia de la paz.
En la XLV Jornada Mundial de la Paz el 10
de enero, el Papa nos ha exhortado a
educar a los jóvenes en la justicia y la paz.
Reflexionemos sobre las acciones concretas
que podemos emprender a este respecto.
Autor: Mayra Novelo de Bardo |
Fuente: vatica.va
¿Cuáles son los lugares donde madura una
verdadera educación en la paz y en la justicia?
Ante todo la familia, puesto que los padres son
los primeros educadores.
La familia es la célula originaria de la sociedad.
«En la familia es donde los hijos aprenden los
valores humanos y cristianos que permiten una
convivencia constructiva y pacífica.
En la familia es donde se aprende la solidaridad
entre las generaciones, el respeto de las reglas, el
perdón y la acogida del otro»
[1].
Ella es la primera escuela donde se recibe
educación para la justicia y la paz.
Vivimos en un mundo en el que la familia, y
también la misma vida, se ven constantemente
amenazadas y, a veces, destrozadas.
Unas condiciones de trabajo a menudo poco
conciliables con las responsabilidades familiares,
la preocupación por el futuro,
los ritmos de vida frenéticos, la emigración en
busca de un sustento adecuado, cuando no de
la simple supervivencia, acaban por hacer difícil
la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los
bienes más preciosos: la presencia de los padres;
una presencia que les permita cada vez más
compartir el camino con ellos, para poder
transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas
que se adquieren con los años, y que sólo se
pueden comunicar pasando juntos el tiempo.
Deseo decir a los padres que no se desanimen.
Que exhorten con el ejemplo de su vida a los
hijos a que pongan la esperanza ante todo en
Dios, el único del que mana justicia y paz
auténtica.
Quisiera dirigirme también a los responsables
de las instituciones dedicadas a la educación:
que vigilen con gran sentido de responsabilidad
para que se respete y valore en toda
circunstancia la dignidad de cada persona.
Que se preocupen de que cada joven pueda
descubrir la propia vocación, acompañándolo
mientras hace fructificar los dones que el
Señor le ha concedido.
Que aseguren a las familias que sus hijos puedan
tener un camino formativo que no contraste
con su conciencia y principios religiosos.
Que todo ambiente educativo sea un lugar de
apertura al otro y a lo transcendente;
lugar de diálogo, de cohesión y de escucha,
en el que el joven se sienta valorado en sus
propias potencialidades y riqueza interior,
y aprenda a apreciar a los hermanos.
Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir
día a día la caridad y la compasión por el
prójimo, y de participar activamente en la
construcción de una sociedad más humana y
fraterna.
Me dirijo también a los responsables políticos,
pidiéndoles que ayuden concretamente a las
familias e instituciones educativas a ejercer su
derecho deber de educar. Nunca debe faltar una
ayuda adecuada a la maternidad y a la
paternidad.
Que se esfuercen para que a nadie se le niegue el
derecho a la instrucción y las familias puedan
elegir libremente las estructuras educativas
que consideren más idóneas para el bien de sus
hijos.
Que trabajen para favorecer el reagrupamiento
de las familias divididas por la necesidad de
encontrar medios de subsistencia.
Ofrezcan a los jóvenes una imagen límpida de la
política, como verdadero servicio al bien de
todos.
No puedo dejar de hacer un llamamiento,
además, al mundo de los medios, para que den su
aportación educativa.
En la sociedad actual, los medios de
comunicación de masa tienen un papel
particular: no sólo informan, sino que también
forman el espíritu de sus destinatarios y, por
tanto, pueden dar una aportación notable a la
educación de los jóvenes.
Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos:
en efecto, la educación se produce mediante la
comunicación, que influye positiva o
negativamente en la formación de la persona.
También los jóvenes han de tener el valor de vivir
ante todo ellos mismos lo que piden a quienes
están en su entorno.
Les corresponde una gran responsabilidad: que
tengan la fuerza de usar bien y conscientemente
la libertad. También ellos son responsables de la
propia educación y formación en la justicia y
la paz.
Educar en la verdad y en la libertad.
3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius
desiderat anima quam veritatem? - ¿Ama algo el alma
con más ardor que la verdad?»[2]. El rostro humano
de una sociedad depende mucho de la contribución de
la educación a mantener viva esa cuestión
insoslayable. En efecto, la educación persigue la
formación integral de la persona, incluida la dimensión
moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y
al bien de la sociedad de la que es miembro. Por eso,
para educar en la verdad es necesario saber sobre todo
quién es la persona humana, conocer su naturaleza.
Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista
reflexiona: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es
el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano,
para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la
cuestión fundamental que hay que plantearse:
¿Quién es el hombre?
El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed
de infinito, una sed de verdad -no parcial, sino capaz
de explicar el sentido de la vida- porque ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios.
Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don
inestimable lleva a descubrir la propia dignidad
profunda y la inviolabilidad de toda persona. Por eso,
la primera educación consiste en aprender a reconocer
en el hombre la imagen del Creador y, por
consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser
humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme
a esta altísima dignidad. Nunca podemos olvidar que
«el auténtico desarrollo del hombre concierne de
manera unitaria a la totalidad de la persona en todas
sus dimensiones»[3],incluida la trascendente, y que no
se puede sacrificar a la persona para obtener un bien
particular, ya sea económico o social, individual o
colectivo.
Sólo en la relación con Dios comprende también el
hombre el significado de la propia libertad. Y es
cometido de la educación el formar en la auténtica
libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos o el
dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo.
El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada
ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja ,
termina por contradecir la verdad del propio ser,
perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un
ser relacional, que vive en relación con los otros y,
sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca se
puede alcanzar alejándose de Él.
La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la
puede entender y usar mal. «En la actualidad, un
obstáculo particularmente insidioso para la obra
educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad
y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada
como definitivo, deja como última medida sólo el
propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la
libertad, se transforma para cada uno en una prisión,
porque separa al uno del otro, dejando a cada uno
encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente,
dentro de ese horizonte relativista no es posible una
auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes
o después amplia su temor, toda persona queda
condenada a dudar de la bondad de su misma vida y
de las relaciones que la constituyen, de la validez de su
esfuerzo por construir con los demás algo en
común»[4].
Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por
tanto el horizonte del relativismo y conocer la verdad
sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más
íntimo de la conciencia el hombre descubre una ley que
él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y
cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del
mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho
y del mal que ha cometido[5].Por eso, el ejercicio de la
libertad está íntimamente relacionado con la ley moral
natural, que tiene un carácter universal, expresa la
dignidad de toda persona, sienta la base de sus
derechos y deberes fundamentales, y, por tanto, en
último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre
las personas.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la
promoción de la justicia y la paz, que requieren el
respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se
distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa
actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la
justicia se quedan en palabras sin contenido: la
confianza recíproca, la capacidad de entablar un
diálogo constructivo, la posibilidad del perdón, que
tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta
conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los
más débiles, así como la disponibilidad para el
sacrificio.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la
promoción de la justicia y la paz, que requieren el
respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se
distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa
actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la
justicia se quedan en palabras sin contenido: la
confianza recíproca, la capacidad de entablar un
diálogo constructivo, la posibilidad del perdón, que
tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta
conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los
más débiles, así como la disponibilidad para el
sacrificio.
Educar en la justicia.
4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona,
de su dignidad y de sus derechos, más allá de las
declaraciones de intenciones, está seriamente amenazo
por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a
los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es
importante no separar el concepto de justicia de sus
raíces transcendentes. La justicia, en efecto, no es una
simple convención humana, ya que lo que es justo no
está determinado originariamente por la ley positiva,
sino por la identidad profunda del ser humano. La
visión integral del hombre es lo que permite no caer en
una concepción contractualista de la justicia y abrir
también para ella el horizonte de la solidaridad y del
amor[6].
No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura
moderna, sostenida por principios económicos
racionalistas e individualistas, han sustraído al
concepto de justicia sus raíces transcendentes,
separándolo de la caridad y la solidaridad: «La “ciudad
del hombre” no se promueve sólo con relaciones de
derechos y deberes sino, antes y más aún, con
relaciones de gratuidad, de misericordia y de
comunión. La caridad manifiesta siempre e l amor de
Dios también en las relaciones humanas, otorgando
valor teologal y salvífico a todo compromiso por la
justicia en el mundo»[7].
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la
justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6).
Serán saciados porque tienen hambre y sed de
relaciones rectas con Dios, consigo mismos, con sus
hermanos y hermanas, y con toda la creación.
Educar en la paz.
5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita
a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no
puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los
bienes de las personas, la libre comunicación entre los
seres humanos, el respeto de la dignidad de las
personas y de los pueblos, la práctica asidua de la
fraternidad»[8].La paz es fruto de la justicia y efecto
de la caridad. Y es ante todo, don de Dios. Los
cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz
en Él, en su cruz, Dios ha reconciliado consigo al
mundo y ha destruido las barreras que nos separaban
a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única
familia reconciliada en el amor.
Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino
también una obra que se ha de construir. Para ser
verdaderamente constructores de la paz, debemos ser
educados en la compasión, la solidaridad, la
colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos
dentro de las comunidades y atentos a despertar las
consciencias sobre las cuestiones nacionales e
internacionales, así como sobre la importancia de
buscar modos adecuados de redistribución de la
riqueza, de promoción del crecimiento, de la
cooperación al desarrollo y de la resolución de los
conflictos. «Bienaventurados los que trabajan por la
paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios», dice
Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5,9).
La paz para todos nace de la justicia de cada uno y
ninguno puede eludir este compromiso esencial de
promover la justicia, según las propias competencias y
responsabilidades. Invito de modo particular a los
jóvenes, que mantienen siempre viva la tensión hacia
los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar
la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es
justo y verdadero, aun cuando esto pueda comportar
sacrificio e ir contracorriente
Levantar los ojos a Dios.
. 6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de
la justicia y de la paz, podemos sentirnos tentados de
preguntarnos como el salmista: «Levanto mis ojos a los
montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?» (Sal 121,1).
Deseo decir con fuerza a todos, y particularmente a los
jóvenes: «No son las ideologías las que salvan el
mundo, sino só lo dirigir la mirada al Dios viviente, que
es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el
garante de lo que es realmente bueno y auténtico [...],
mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al
mismo tiempo, es el amor eterno.
Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?»[9]. El amor se
complace en la verdad, es la fuerza que nos hace
capaces de comprometernos con la verdad, la justicia,
la paz, porque todo lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).
Queridos jóvenes, vosotros sois un don precioso para
la sociedad. No os dejéis vencer por el desánimo ante
las dificultades y no os entreguéis a las falsas
soluciones, que con frecuencia se presentan como el
camino más fácil para superar los problemas. No
tengáis miedo de comprometeros, de hacer frente al
esfuerzo y al sacrificio, de elegir los caminos que
requieren fidelidad y constancia, humildad y dedicación
Vivid con confianza vuestra juventud y esos profundos
deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero
que experimentáis.
Vivid con intensidad esta etapa de vuestra vida
tan rica y llena de entusiasmo.
Sed conscientes de que vosotros sois un ejemplo y
estímulo para los adultos, y lo seréis cuanto más os
esforcéis por superar las injusticias y la corrupción,
cuanto más deseéis un futuro mejor y os comprometáis
en construirlo.
Sed conscientes de vuestras capacidades y nunca
os encerréis en vosotros mismos, sino sabed
trabajar por un futuro más luminoso para todos.
Nunca estáis solos.
La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os anima
y desea ofreceros lo que tiene de más valor:
la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios, de
encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.
A todos vosotros, hombres y mujeres preocupados por
la causa de la paz. La paz no es un bien ya logrado,
sino una meta a la que todos debemos aspirar.
Miremos con mayor esperanza al futuro, animémonos
mutuamente en nuestro camino, trabajemos para dar a
nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y
sintámonos unidos en la responsabilidad respecto a las
jóvenes generaciones de hoy y del mañana,
particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices
de paz. Consciente de todo ello, os envío estas
reflexiones y os dirijo un llamamiento: unamos
nuestras fuerzas espirituales, morales y materiales para
«educar a los jóvenes en la justicia y la paz».
Vaticano, 8 de diciembre de 2011
BENEDICTUS PP XVI. |
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