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viernes, 29 de junio de 2012



Espiritualidad.


EL SEÑOR QUE ADORAMOS ES EL QUE LAVA LOS PIES A LOS APÓSTOLES EN LA ÚLTIMA CENA

Enviado por VISnews  
Dr. Juan Carlo Amatucci.
Ciudad del Vaticano, 27 junio 2012 (VIS).-La Carta a los Filipenses, considerada el testamento espiritual de San Pablo, fue el tema de la catequesis de la audiencia general de los miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI.
El apóstol de las gentes dictó ese texto mientras estaba en la cárcel y sentía la muerte cercana; sin embargo, en su última parte hay una invitación a la alegría. 
La alegría, explicó el Santo Padre es una “característica fundamental de ser cristianos (...) 
Pero, ¿como se puede estar alegres ante una condena de muerte inminente? ¿De dónde, o mejor, de quien obtiene San Pablo la serenidad y el valor para afrontar el martirio?”.
Encontramos la respuesta en el centro de la Carta a los Filipenses, en el llamado “carmen Christo” o “Himno cristológico”, un canto que “resume el itinerario divino y humano del Hijo de Dios” y que se abre con una exhortación: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo”. “Se trata -dijo el Papa- no sólo de seguir el ejemplo de Jesús (...) sino también de conformar toda nuestra existencia según su modo de pensar y de obrar”.
Este himno a Cristo parte de su ser “en la condición de Dios”; una condición que “Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre no vive (...) para triunfar o para imponer su supremacía”, sino asumiendo “la 'forma de esclavo'; de la realidad humana marcada por el sufrimiento, la pobreza y la muerte; asimilándose plenamente a los hombres, excepto en el pecado”,
San Pablo traza a continuación el marco histórico en que transcurrió la vida terrena de Jesús hasta el Calvario, “el máximo grado de humillación porque la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres”. Pero “en la Cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se transforma”. Si el primer hombre pretendió ser como Dios “Jesús, no obstante su condición de Dios (...) se sumergió en la condición humana para redimir al Adán que hay en nosotros y devolver al ser humano la dignidad que había perdido”.
“La lógica humana, en cambio -prosiguió el Santo Padre- busca a menudo la propia realización en el poder y el dominio (...) El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la realización plena está en conformar la voluntad humana a la del Padre, en vaciarse (...) del egoísmo para llenarse del amor de Dios y de esa forma, ser verdaderamente capaces de amar a los demás”.
En la segunda parte del himno cristológico, el sujeto cambia; no es Cristo, sino Dios Padre que “exalta y eleva sobre todas las cosas a aquel que se humilló como un esclavo y lo llama 'Señor' (...) El Jesús exaltado- subrayó el Santo Padre- es el de la Última Cena, que (...) se inclina a lavar los pies de los apóstoles (...) Es importante recordarlo cuando rezamos y en nuestras vidas”.
La Carta a los Filipenses contiene dos indicaciones importantes para la oración. La primera es “la invocación 'Señor', dirigida a Jesucristo (...) que es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos 'dominadores' que la quieren dirigir (...) Por eso es necesario tener una escala de valores en la que Dios ocupa el primer puesto”.
La segunda es “la prostración (...) el 'doblar las rodillas' en el cielo y en la tierra en “signo de la adoración que todas las criaturas deben a Dios. La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse mientras rezamos expresan, también con el cuerpo, la actitud de oración ante Dios (..) Cuando nos arrodillamos ante el Señor confesamos nuestra fe en Él; reconocemos que es el único Señor de nuestra vida”.
“Al principio de la catequesis -concluyó Benedicto XVI- nos preguntábamos cómo San Pablo podía ser feliz ante el peligro inminente del martirio (...) Era posible sólo porque el apóstol no alejó nunca su mirada de Cristo”.

lunes, 11 de junio de 2012

Dar sangre es dar vida.



Espiritualidad.





El 14 de junio se celebra la Jornada Mundial del donante de sangre.



11 de mayo, 2012.

Romereports.com.

 Dr. J.C. Amatucci

El jueves 14 de junio se celebra la Jornada Mundial del donante de sangre, por eso el Papa dio las gracias “a quienes practican esta forma de solidaridad, indispensable para la vida de tantos enfermos”. 
Benedicto XVI se asomó a la ventana de su estudio para rezar el ángelus junto a miles de peregrinos en la plaza de San Pedro. 
El Papa recordó que ese día se celebraba en muchos países la fiesta del Corpus Christi que recuerda el misterio del Cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía. “En diversos lugares, se traslada a este domingo la celebración de la Solemnidad del Corpus Christi, en la cual se realza la presencia real de Cristo entre nosotros en todo momento. Él está dispuesto de continuo a escucharnos personalmente, y este coloquio frecuente y confidencial hará de nosotros hombres esperanzados”.
Benedicto XVI también habló del reciente terremoto en la región italiana de Emilia Romagna.
“No puedo dejar de pensar, conmovido, a las numerosas iglesias que han estado gravemente dañadas en el reciente terremoto en Emilia Romagna y al hecho en que también el Cuerpo Eucarístico de Cristo en el tabernáculo esté entre los escombros”.
El jueves 14 de junio se celebra la Jornada Mundial del donante de sangre, por eso el Papa dio las gracias “a quienes practican esta forma de solidaridad, indispensable para la vida de tantos enfermos”.
Benedicto XVI es especialmente sensible a este tema. Cuando era cardenal, siempre llevaba consigo una tarjeta que le identificaba como donante de órganos. Tuvo que eliminarla cuando fue elegido Papa ya que las normas para el sepelio de los pontífices impiden la extirpación de órganos.

miércoles, 6 de junio de 2012

El Observatorio de la Deuda Social Argentina


 


La inseguridad alimentaria ... 

en Argentina‏.



Universidad Católica Argentina

"Santa María de los Buenos Aires" 
Observatorio de la 


Deuda Social Argentina.
Primer Documento de Trabajo 2012 del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), cuyo tema es: 
La inseguridad alimentaria en la Argentina. Hogares urbanos. 
Año 2011.

Asimismo, aprovechamos la oportunidad para adjuntarles la agenda de las próximas presentaciones de Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) y del Observatorio de la Deuda Social de Infancia (ODSI). Serie del Bicentenario (2010-2016). Año II:

Acto de presentación del Informe Anual del Observatorio de la Deuda Social Argentina. UCA.
Jueves 19 de Julio a las 18:30 en el Auditorio San Agustín – Subsuelo del Edificio Santa María. Av. Alicia Moreau de Justo 1300 –Pontificia Universidad Católica Argentina - Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Acto de presentación del Informe Anual del Observatorio de la Deuda Social de la Infancia. UCA.
Martes 14 de Agosto a las 18:30 en el Auditorio Santa Cecilia - Subsuelo del Edificio San Alberto Magno - Av. Alicia Moreau de Justo 1500 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Actividades no aranceladas. Se entregará un ejemplar por persona para lo cual se requiere inscripción previa completando 

el siguiente formulario.( Clic en azul)


Alicia Casermeiro de Pereson
Directora General
Observatorio de la Deuda Social Argentina
Pontificia Universidad Católica Argentina.
Edificio San Alberto Magno - Av. Alicia M. de Justo 1500, 4to. piso (1107) Buenos Aires.




domingo, 3 de junio de 2012

Los Dones `para el Espiritu.




Espiritualidad.


La Teología establece siete dones del Espíritud. 

Dr. Juan Carlo Amatucci.

Notas Nº 1 y 2.


La tradición espiritual y teológica entiende que son siete los dones del Espíritu Santo, y halla la raíz de su convencimiento en la Sagrada Escritura, especialmente en algunos lugares principales. 
En Isaías 11, 2-3, concretamente, se asegura que en el Mesías esperado habrá una plenitud total de los dones del Espíritu divino. No le serán dados estos dones con medida, como a Salomón se le da la sabiduría o a Sansón la fortaleza, sino que sobre él reposará el Espíritu de Yahvé con absoluta plenitud.
No entro aquí acerca de si los dones son seis o son siete, según el texto original y la versión de los Setenta y de la Vulgata, pues habríamos de analizar cuestiones exegéticas demasiado especializadas para nuestro intento.
Los Padres antiguos vieron también aludidos los siete dones del Espíritu Santo en aquellos septenarios del Apocalipsis que hablan de siete espíritus de Dios (1,4; 5,6), siete candeleros de oro (1,12), siete estrellas (1,16), siete antorchas (4,5), siete sellos (5, 1.5), siete ojos y siete cuernos del Cordero (5,6).
Éstos y otros lugares de la Escritura fueron estimulando desde antiguo en la historia de la teología y de la espiritualidad una doctrina sistemática de los siete dones del Espíritu Santo, que alcanza su madurez en la teología de Santo Tomás que enseña que todos los dones del Espíritu Santo están vinculados entre sí, de tal modo que se potencian mutuamente: el don de fortaleza, por ejemplo, ayuda al de consejo, y éste abre camino al don de ciencia, etc. Y a su vez todos los dones están vinculados con la caridad teologal (STh I-II,68,5).
A esa doctrina muy firme, añade el Doctor común otras explicaciones más opinables, en las que señala que hay también una especial correspondencia entre cada una de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, que vienen a perfeccionarlas en su ejercicio (STh I-II,68-69; II-II, 8. 9. 19. 45. 52. 121. 139.141 ad3m).

Virtudes teologales

(sobre el fin )

Caridad : Sabiduría
Fe  : Ciencia y Entendimiento
Esperanza : Temor

Virtudes morales(sobre los medios)

Prudencia :Consejo
Justicia : Piedad
Fortaleza : Fortaleza
Templanza:Temor

Todos los dones del Espíritu Santo son perfectísimos, evidentemente. Sin embargo, la tradición teológica y espiritual suele ver en ellos una escala ascendente de menor a mayor excelencia: en la base pone el temor de Dios y en la cumbre el don de sabiduría.
Notemos, por último, antes de examinar uno a uno los diferentes dones del Espíritu Santo, que todos ellos, aunque sean hábitos infusos distintos, son participaciones en un mismo y solo Espíritu, que obra así en el hombre al modo divino. El apóstol Pablo expresa esto en palabras muy breves, pero muy exactas: «hay diversidad de dones, pero uno solo es el Espíritu» (1Cor 12,4).

El don de temor.


El don de temor de Dios intensifica y purifica

todas las virtudes cristianas.


La Biblia inculca desde el principio a los hombres el santo temor de Dios: «Israel, 
¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? 
Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz» (Dt 10,12-13). En este texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica en la Escritura veneración, obediencia y sobre todo amor.
También Jesucristo, siendo para nosotros «la manifestación de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nos enseña el temor reverencial que debemos al Señor, cuando nos dice: «temed a Aquél que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).

Sabe nuestro Maestro que «el amor perfecto echa fuera el temor» (1Jn. 4,18). Pero también sabe que, cuando el amor es imperfecto, el amor y el servicio de Dios implican un temor reverencial. Y como en seguida lo veremos en los santos, un amor perfecto a Dios lleva consigo un indecible temor a ofenderle.

Teología.

El don de temor es un espíritu, es decir, un hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea someterse absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y reverenciado.
No es, por supuesto, el don de temor de Dios un temor servil, por el que se pretende guardar fidelidad al Señor única o principalmente por temor al castigo. Para que el temor de Dios sea don del Espíritu Santo ha de ser untemor filial, que, principalmente al principio o únicamente al final, se inspira en el amor a Dios, es decir, en el horror a ofenderle.
El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes cristianas, pero algunas de ellas, como veremos ahora, están más directamente relacionadas con él.
El temor de Dios y la esperanza enseñan al hombre a fiarse solamente de Dios y a no poner la confianza en las criaturas -en sí mismo, en otros, en las ayudas que pueda recibir-. Por eso aquel que verdaderamente teme a Dios es el único que no teme a nada en este mundo, ya que mantiene siempre enhiesta la esperanza. El justo «no temerá las malas noticias, pues su corazón está firme en el Señor; su corazón está seguro, sin temor» (Sal 111,7-8). En realidad, no hay para él ninguna mala noticia, pues habiendo recibido el Evangelio, la Buena Noticia, ya está seguro de que todas las noticias son buenas, ya sabe ciertamente que todo colabora para el bien de los que aman a Dios (Rm 8,28).
Por eso, cuando el cristiano está asediado entre tantas adversidades del mundo, se dice: «levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?»; y concluye: «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).
El temor de Dios y la templanza libran al cristiano de la fascinación de las tentaciones, pues el temor sobrehumano de ofender al Señor aleja de toda atracción pecaminosa, por grande que sea la atracción y por mínimo que sea el pecado. Para pecar hace falta mantener ante Dios un atrevimiento que el temor de Dios elimina totalmente.
El temor de Dios fomenta la virtud de la religión, lleva a venerar a Dios y a todo lo sagrado, es decir, a tratar con respeto y devoción todas aquellas criaturas especialmente dedicadas a la manifestación y a la comunicación del Santo.
Quien habla de Dios o se comporta en el templo, por ejemplo, sin el debido respeto, no está bajo el influjo del don de temor de Dios. En efecto, hemos de «ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia» (Heb 12,28). El mismo Verbo divino encarnado, Jesucristo, nos da ejemplo de esto, pues «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor» (5,7).
El temor de Dios, en fin, nos guarda en la humildad, que sólo es perfecta, como fácilmente se entiende, en aquellos que saben «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (1Pe 5,6). El que teme a Dios no se engríe, no se atribuye los bienes que hace, ni tampoco se rebela contra Él en los padecimientos; por el contrario, se mantiene humilde y paciente.
El don de temor, como hemos dicho, es el menor de los dones del Espíritu Santo: «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7). Es cierto; pero aun siendo el menor, posee en el Espíritu Santo una fuerza maravillosa para purificar e impulsar todas las virtudes cristianas, las ya señaladas, y también muchas otras, como fácilmente se comprende: la castidad y el pudor, la perseverancia, la mansedumbre y la benignidad con los hombres. El espíritu de temor ha de ser, pues, inculcado en la predicación y en la catequesis con todo aprecio.

Santos.

El ejemplo de los santos, que consideraremos en cada uno de los dones del Espíritu Santo, nos hará conocer con claridad y certeza cuáles son los efectos que produce cada uno de los dones.
Ante «el Padre de inmensa majestad», como reza el Te Deum, el hombre, por santo que sea, en ocasiones se estremece. «¡Ay de mí, estoy perdido!, pues siendo un hombre de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Yavé Sebaot», exclama Isaías (6,5). Sí, eso sucede en el Antiguo Testamento, ante Yavé, el Altísimo. Pero el mismo San Juan apóstol, el amigo más íntimo de Jesús, cuando le es dado en Patmos contemplar al Resucitado en toda su gloria, confiesa: «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap 1,18).
Este peculiar fulgor del don de temor de Dios se manifiesta innumerables veces en la vida de los santos cristianos.
Según Dios da su luz, se da en el alma de los santos una captación muy diversa de sí mismos. Santa Angela de Foligno aunque unas veces declara: «me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste» (Libro de la vida, memorial, cp.IX), otras veces siente un horrible espanto de sí misma: «entonces me veo toda pecado, sujeta a él, torcida e inmunda, toda falsa y errónea» (ib.). Y hay momentos extremos en que ella, así lo confiesa, siente la necesidad de andar por ciudades y plazas, gritando a todos: «aquí está la mujer más despreciable, llena de maldad y de hipocresía, sentina de todos los vicios y males» (ib. instruc. I).
San Pablo de la Cruz, el fundador de los pasionistas, estando retirado unos días a solas en una iglesia solitaria, se siente a veces de tal modo embargado por el temor de Dios, es decir, por la captación simultánea de su propia miseria y de la Santidad divina, que se veía completamente indigno de estar en la iglesia, ante el sagrario, en lugar tan sagrado:
« y decía a los ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me arrojasen fuera de la iglesia, pues soy peor que un demonio. Sin embargo, no se me quita la confianza con mi Esposo Sacramentado. Y le decía que recordase lo que me ha dejado en el santo evangelio, esto es, que no ha venido él a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario espiritual 5-XII-1720).
En ciertas ocasiones, el Espíritu Santo hace que el santo, después de algún pecado, se estremezca de pena y espanto por el don de temor de Dios. Santa Margarita María de Alacoque, la que tantas y tan sublimes revelaciones había tenido del amor y de la ternura del Corazón de Jesús, refiere que en una ocasión tuvo «algún movimiento de vanidad hablando de sí misma»...
« ¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos a solas Él y yo, con un semblante severo me reprendió, diciéndome: "¿qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada?"». Y en seguida «me descubrió súbitamente un horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que yo soy... Me causó tal horror de mí misma, que a no haberme Él mismo sostenido, hubiera quedado pasmada del dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así que a veces me obligaba a decirle: "¡ay de mí, Dios mío!, o haced que muera o quitadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole"» (Autobiografía 62).
Sin embargo, confiesa al final de su escrito, «por grandes que sean mis faltas, jamás me priva de su presencia [el Señor] este único amor de mi alma, como me lo ha prometido. Pero me la hace tan terrible cuando le disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más dulce y al cual no me sacrificara yo mil veces antes que soportar esta divina Presencia y aparecer delante de la Santidad divina teniendo el alma manchada con algún pecado.
«En esas ocasiones, bien hubiera querido esconderme y alejarme de ella, si hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles, hallando en todas partes esa Santidad, de que huía, con tan espantosos tormentos que me figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin ningún consuelo, ni deseo de buscarle» (ib. 111).
El temor de Dios, en efecto, produce a veces en los santos verdaderos estremecimientos de espanto por los más pequeños pecados cometidos contra la Santidad divina. Sufren así entonces, como bien dice Santa Margarita María, sufrimientos muy semejantes a los propios del Purgatorio. Y muy al contrario, los cristianos todavía carnales son sumamente atrevidos a la hora de ofender a Dios en algo. No está en ellos despierto todavía el don del temor de Dios; y ofendiéndole, aunque sea en cosas pequeñas o no tan chicas, todavía se creen muy buenos.
El espanto que una ofensa mínima contra Dios causa en los santos puede verse en esta anécdota de la vida de Santa Catalina de Siena. Estando en oración, se distrae un momento, volviendo la cabeza para ver a un hermano suyo que pasaba. Al punto, la Virgen María y San Pablo le reprenden por ello con gran dureza, y ella llora y solloza interminablemente con inmensa pena, sin poder hablar palabra con los que le preguntan. Y su director espiritual cuenta:
«Cuando la virgen pudo por fin abrir la boca, dijo entre sollozos: "¡infeliz de mí, miserable de mí! ¿Quién hará justicia a mis iniquidades? ¿Quién castigará un pecado tan grande?"» (Leyenda 203).
La santa virgen Catalina tenía temor de Dios de un modo divino, sobrehumano. Y el beato Raimundo de Capua, su director, refiere que ella encarecía con frecuencia «el odio santo y el desprecio por sí misma» que debe sentir el alma:
«tened siempre en vosotros, hijos míos -decía-, ese odio santo, porque os hará siempre humildes. Tendréis paciencia en las adversidades, seréis moderados en la abundancia, os adornaréis con vestidos honestos, gratos y amables a Dios y a los hombres». Y añadía: «cuidado, mucho cuidado con quien no tenga ese odio santo porque, donde ese odio falta, reina necesariamente el amor propio, que es el pozo negro de todos los pecados, la raíz y la causa de todo pésimo afán» (101).
Cuando el don espiritual del temor divino actúa en el alma con la potencia sobrehumana del Espíritu Santo, el menor de los pecados es sentido como una atrocidad indecible. Santa Teresa de Jesús decía: «no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (Vida 34,10). Eso es el temor de Dios.

Disposición receptiva.
Para recibir el don de temor lo más eficaz es pedirlo al Espíritu Santo, por supuesto; pero además, con Su gracia, el cristiano puede prepararse a recibirlo ejercitándose especialmente en ciertas virtudes y prácticas:

1. Meditar con frecuencia sobre Dios, sobre su majestad y santidad. Hay que enterarse bien de que Dios es el Señor del universo, el Autor del cielo y de la tierra, el que con su Providencia lo gobierna todo, el Juez final inapelable.
2. Meditar en la malicia indecible del pecado, en la gravedad de sus consecuencias temporales, y en el horror de sus posibles consecuencias después de la muerte: el purgatorio, el infierno.
3. Cultivar la virtud de la religión, y con ella la reverencia hacia Dios y hacia todo aquello que tiene en la Iglesia una especial condición sagrada -el culto litúrgico, la Palabra divina, la Eucaristía, el Magisterio apostólico, los sacerdotes, las iglesias-.
4. Guardarse en la humildad y la benignidad paciente ante los hermanos, así como observar el respeto y la obediencia a los superiores, que son representantes del Señor.
5. Recibir la ley y la enseñanza de la Iglesia, observar las normas litúrgicas y pastorales, así como guardar fidelidad humilde en temas doctrinales y morales. Quien falla seriamente en algo de esto, y más si lo hace en forma habitual, es porque no tiene temor de Dios. 

Un Don muy Especial


Espiritualidad.

El don de Piedad .

Dr. Juan Carlo Amatucci.

Nota Nº 3.
El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre.
El don de Piedad
El don de Piedad Cuando San Pablo describe a los hombres adámicos, carnales y mundanos, emplea más de veinte calificativos muy severos, y entre ellos «rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1,30-31). Efectivamente, «la dureza de corazón» hace despiadados a los hombres que no han sido renovados en Cristo por el Espíritu Santo. Éstos son capaces de ver con absoluta frialdad innumerables males -si es que alcanzan a verlos-,tanto en las personas más próximas, como en el mundo en general, abortos y divorcios, guerras e injusticias, olvido de Dios, imperio de la mentira, etc. Y en tanto estos males no les hieran directamente a ellos, se mantienen indiferentes. No tienen piedad.
Por el contrario, el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los hombres como hermanos:
«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,26.28).
Este sentimiento de filiación divina y de hermandad cristiana, que se manifiesta con gran fuerza en los Evangelios y en los escritos apostólicos, se expresó en latín con el término pietas, una virtud, derivada de la virtud cardinal de la justicia, por la que el hombre reverencia a Dios con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor no sólo a padres y superiores, sino también a los hermanos e iguales, e incluso a los inferiores, a todas las hermanas criaturas.
Hemos sido predestinados por el Padre «a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29; +Ef 1,5). Y así se crea una familia grandiosa: «un solo Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos»

 (Ef 4,5-6).
Por la comunicación del Espíritu Santo hemos sido hechos «familiares de Dios» (Ef 2,19), se ha realizado algo que podría parecer increíble. 
En efecto, por el Espíritu de adopción filial nos atrevemos a decirle a Dios -audemus dicere- «"Abba, Padre". 
Y el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» 
(Rm 8,15-16; +1Jn 3,1). Ésa es la verdad: 
«El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo... y nos hizo gratos en su Amado» (Ef 1,1-6)
Queda, pues, ahora que vivamos consecuentemente nuestra nueva condición filial, y que seamos «imitadores de Dios, como hijos suyos queridos» (Ef 5,1). Esta piedad filial nos hará vivir abandonados con toda confianza en la providencia de nuestro Padre: Él conoce nuestras necesidades, y cuida de nosotros con especial solicitud paternal. No debemos, pues, inquietarnos por nada, siendo nuestro Padre un Dios bueno, providente y omnipotente (+Mt 6,25-34). La conciencia de nuestra filiación divina, pase lo que pase, debe guardar nuestro corazón en una paz confiada y perfecta.
Y queda también que vivamos de verdad la nueva fraternidad, como la vivía, por ejemplo, San Pablo: «hermanos míos queridísimos, mi alegría y mi corona» (Flp 4,1). 
Esta nueva piedad fraternal nos llevará a ver a nuestros prójimos como a verdaderos hermanos, y si además son cristianos, los veremos aún más como hermanos en la sangre de Cristo, esto es, en la vida nueva de la gracia. Por eso «hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» 
(Gál 6,10).
Especialmente a «los hermanos en la fe», es decir, a los cristianos que, como nosotros, están viviendo en Cristo. Los Padres antiguos no prodigaban fácilmente el nombre de hermanos -como hoy se hace con frecuencia-, sino que lo reservaban a los hermanos en la fe. Es verdad que todos los hombres somos hermanos, en cuanto que todos hemos sido creados por un mismo Dios Creador. Pero San Agustín, por ejemplo, dice: a los paganos «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «leed al Apóstol, y os daréis cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a los cristianos» (CCL 38,272).
Pues bien, la piedad fraternal debe a los hermanos cristianos un especial amor y servicio. La koinonía primitiva de Jerusalén, por ejemplo, nace de la virtud y del don espiritual de esa nueva piedad familiar -bienes en común, un solo corazón y una sola alma (Hch 2,42; 4,32-34), como un solo Dios, un solo Señor, una sola fe-, y se produce entre los cristianos, no entre todos los habitantes de la ciudad.
Teología.
El don de piedad es un espíritu, un hábito sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121).
La piedad, el tercero de los dones del Espíritu Santo en la escala ascendente, perfecciona de modo sobrehumano el ejercicio de la virtud de la justicia y de todas las virtudes derivadas de ella, muy especialmente las virtudes de la religión y de la piedad. La religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo ofrece como a Padre, y en éste sentido es aún más precioso que la virtud de la religión (II-II,121, 1 ad2m).
El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que procede de un desordenado amor a sí mismo. El don de piedad, por el contrario, perfecciona el ejercicio de la caridad, y sacando al hombre de la cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y hacia los hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y perfección sobrehumana.
Por otra parte, como observa el Padre Lallemant, «la piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana:
« se prolonga no solamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con Él, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra, los bienaventurados, que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en el purgatorio y los hombres que viven en la tierra... Da espíritu de hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano para con los iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos... Es también lo que hace afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las faltas de los imperfectos; y lleva, en fin, a hacerse todo para todos» (Doctrina espiritual IV,4,5).
El don de piedad, por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la caridad: nos lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos para promover su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la fraternidad, a la paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una servicialidad gratuita y sin límites.
Santos.
Los santos, por el don de piedad, viven con intensidad sobrehumana la Comunión de los Santos. Gozan, pues, de su comunión profunda con la santísima Trinidad y con los bienaventurados, bien conscientes de que son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). Y también, por el mismo don del Espíritu Santo, viven su fraternidad con todos los miembros de la Iglesia de la tierra y del purgatorio, así como su solidaridad con todos los hombres. Más aún, todo el mundo visible es para ellos Casa de Dios, y estando, como están, tan unidos al Creador, se sienten profundamente unidos a todas las criaturas, que en Dios tienen su ser y su fuerza, su belleza y su obrar.
Por el don de piedad, por ejemplo, vive San Francisco de Asís profundamente la fraternidad con todas las criaturas: con el hermano Sol, con la hermana luna, con el hermano fuego, con nuestra hermana madre tierra (sora nostra matre terra) (Cántico de las criaturas). También en Santa Catalina de Siena, por el don de piedad, hallamos preciosas expresiones de su vivencia fraternal con toda criatura de Dios. El Señor le dice al corazón:
«Todo está hecho por mi bondad y puesto al servicio del hombre, de manera que a cualquier parte que se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, no halla más que el fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia» (Diálogo IV,7,151). 
Ese mismo don espiritual de piedad enciende el corazón de Santa Teresa de Jesús, pue, como ella confiesa, viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5). Y lo mismo le sucedía a San Juan de la Cruz (2 Subida 5,3).
Esa piadosa fraternidad con las criaturas se hace en los santos aún más profunda, por supuesto, respecto de los seres humanos. 
San Francisco de Asís, por ejemplo, siente y expresa esa fraternidad cristiana con acentos particularmente conmovedores. Es de notar con qué dulzura la expresa, unos años antes de morir, en su Carta a toda la Orden: «mis benditos hermanos..., señores hijos y hermanos míos..., todos mis hermanos sacerdotes», etc. Y si todos los hombres son para él un don de Dios, sus frailes, sus prójimos, lo son de un modo especial: «después que el Señor me dio hermanos»... (Testamento 14).
De Santa Teresita refiere una de sus hermanas del Carmelo, Sor María de la Trinidad: «llamaba a los pecadores "sus hijos", y se tomaba muy en serio el título de "madre", respecto de ellos» (Proceso ordinario). 
Ella estaba, como San Pablo, queriendo engendrarlos a la vida en Cristo por el Evangelio, y sufría por ellos, con oración y penitencias, dolores como de parto (+1Cor 4,15).
Por otra parte, esa amorosa fraternidad cristiana, como lo recuerda San Francisco, procede evidentemente del Padre celestial: «todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos» 
(Mt 23,9: +I Regla 22,35). 
Es el mismo sentimiento de San Pablo, cuando escribe: «yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15).
El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre. 
Si nuestra más profunda identidad es la de hijos de Dios, porque él ha querido hacerse Padre nuestro, y si nuestro Padre es bueno y omnipotente, y conoce nuestras necesidades, ¿qué lugar puede quedar para la inquietud en el corazón cristiano? 
A Él se eleva la oración filial de Santa Teresa:
«Padre nuestro que estás en los cielos... 
¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra [del paternóster]?... Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. 
Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo, nos ha de perdonar, nos ha de consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo» (Camino Vall. 27,1-2).
La oración cristiana, en efecto, está llena de piedad filial y se dirige principalmente al Padre celeste. Así nos lo enseñó nuestro Maestro: «cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). 
Cristo «nos enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» 
(Sto. Tomás, In IV Sent. dist.15,q.4, a.5,q.3, ad1m). 
Ésa es la norma de la tradición, constantemente observada por la liturgia católica, que eleva siempre sus oraciones a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, que con él vive y reina en la unidad del Espíritu Santo.
Un buen ejemplo del don de piedad filial lo hallamos en las oraciones contemplativas de Santa Catalina de Siena, que normalmente eleva sus oraciones al Padre, uniendo siempre a Él maravillosamente al Hijo y al Espíritu. Éste suele ser el modo de sus oraciones:
«Porque sabes, quieres y puedes, apelo a tu poder, Padre eterno; a la sabiduría de tu Hijo unigénito, por su preciosa sangre, y a la clemencia del Espíritu Santo, fuego y abismo de caridad, que tuvo a tu Hijo cosido y clavado en la cruz, para que hagas misericordia al mundo y le des el calor de la caridad con paz y unión en la santa Iglesia. No quiero que tardes más. Te ruego que tu infinita bondad te obligue a no cerrar los ojos de tu misericordia.... Jesús dulce, Jesús amor» (Orac. 24; Rocca de Tentennano 28-X-1378).
Disposición receptiva
Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con estas virtudes y prácticas:
1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya nos dijo el Apóstol: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,23).
2. Dirigir muchas veces nuestra oración al Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que orando en nosotros, dice: Abba,Padre.
3. Meditar en nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo.
4. Confiar en la providencia de nuestro Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)
5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la servicialidad, la comunicación de bienes.

Espiritualidad
El don de Entendimiento.

El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante. 

Dr. J.C.Amatucci .


Nota Nº 4.

Si el don de entendimiento tiene como principal objeto las verdades reveladas, es indudable que Jesús, ya desde niño, lo poseía perfectísimamente. A los doce años, en el Templo, producía la mayor admiración entre los doctores de la ley: «cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas» (Lc 2,47).
Y como Jesús «crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (2,52), aún se acrecentó en él con los años este don de entendimiento. Cuando en la sinagoga de Nazaret, por ejemplo, explica las Escrituras en referencia a él, «todos le aprobaban y se maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (4,22; +24,32).
El don de entendimiento obra también en altísimo grado sobre los hagiógrafos del Nuevo Testamento, iluminando la mente de los evangelistas, de Pablo, de Juan, y en uno u otro grado, alumbra a todos los discípulos de Cristo, a todos los creyentes.
En Cristo Jesús, dice San Pablo, «habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento» (1Cor 1,5). Y así los fieles han de estar «henchidos de todo conocimiento y capacitados para aconsejarse mutuamente» (Rm 15,14). En efecto, «el mismo Dios que dijo "hágase la luz de las tinieblas", Él ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar la ciencia de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo» (2Cor 4,6).
El entendimiento de las verdades divinas reveladas requiere, sin duda, meditación y estudio, y hacer como María, que «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; +51); pero se consigue sobre todo en la oración de súplica. Son innumerables las oraciones bíblicas en las que se pide al Señor luz para entender sus pensamientos, sus mandatos y caminos, tan extraños al hombre adámico. Baste recordar el Salmo 118.
San Pablo pide con frecuencia este don del Espíritu Santo para los fieles que él, también con el auxilio del mismo Espíritu, ha evangelizado y convertido: «no dejamos nosotros de rogar por vosotros y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de Su voluntad, con toda sabiduría y entendimiento espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo» (Col 1,9-10).

Teología

El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante, mediante el cual el entendimiento del creyente, por obra del Espíritu Santo, penetra las verdades reveladas con una lucidez sobrehumana, de modo divino, más allá del modo humano y discursivo.
El don de entendimiento reside, pues, en la mente del creyente, en el entendimiento especulativo, concretamente, y perfecciona el ejercicio de la fe, que ya no se ve sujeta al modo humano del discurso racional, sino que lo transciende, viniendo a conocer las verdades reveladas al modo divino, en una intuición sencilla, rápida y luminosa. Como dice Santo Tomás, «a la fe pertenece asentir [a las verdades reveladas]; y al don de entendimiento, penetrarlas profundamente» (STh II-II,8, 6 ad2m).
El don de entendimiento difiere, pues, de la virtud de la fe, y perfecciona su ejercicio; pero también es distinto de los otros dones intelectuales del Espíritu Santo, como señala el padre Royo Marín:
El don de entendimiento «tiene por objeto captar y penetrar las verdades reveladas por una profunda intuición sobrenatural, pero sin emitir juicio sobre ellas -"simplex intuitus veritatis"-. El de ciencia, en cambio, bajo la moción especial del Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas creadas, en orden al fin último sobrenatural. Y en esto se distingue también del don de sabiduría, cuya función es juzgar de las cosas divinas, no de las creadas» (El gran desconocido 164-165; +179).
Fácilmente se deduce, pues, la necesidad del don de entendimiento para que el conocimiento sobrenatural de las verdades reveladas venga a ser en el creyente alto, profundo e intuitivo, al modo divino, y para que supere así el modo humano de la fe, que al estar radicada en la razón, es virtud obligada a ejercitarse de manera discursiva, por análisis y síntesis, por composición y división.
El don de entendimiento es el que hace llegar a lo que un san Juan de la Cruz llama fe pura: es la fe contemplativa de los místicos, la que, como veremos en los santos, penetra profundamente en la Revelación divina.
A pocos les ha sido dado hablar de la fe tan altamente como a San Juan de la Cruz, que aproxima le fe a la visión beatífica. «Ésta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina [la fe] y calor divino [la caridad] que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima» (Llama 4,80). Esta fe lucidísima es aquella que está asistida por los dones intelectuales del Espíritu Santo, y en concreto, por el don de entendimiento cuando ha de penetrar las verdades reveladas.
Por el contrario, los vicios opuestos al don del entendimiento son la ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera priva completamente de la visión espiritual, y la segunda la debilita y entorpece notablemente. Santo Tomás muestra la vinculación de estos vicios a los pecados carnales, como la lujuria y la gula (STh II,15, 3). Pero también proceden, sin duda, de otros vicios espirituales, sobre todo de la soberbia y de la vanidad, pecados que hacen a los hombres especialmente insensatos: «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,12).
Es evidente, por lo demás, que el cristiano absorto en las vanidades siempre cambiantes del mundo, que no se interesa más que por lo que pasa, que ni tiene oración ni recogimiento de la mente y de los sentidos exteriores, que es crédulo a cualquier moda intelectual del mundo, pero reticente ante el Magisterio apostólico, este cristiano, aunque mal o vien guarde la fe, por mucho que lea y estudie, hace imposible que el Espíritu Santo le ilumine habitualmente con la lucidez sobrehumana del don de entendimiento.

Santos

El don de entendimiento, unido a los otros dones intelectuales, se manifiesta de forma maravillosa, como ya he señalado, en los escritores de la sagrada Biblia. Los dones del Espíritu Santo, especialmente el de entendimiento, brillan en ellos con un admirable fulgor continuo, tan maravilloso, que no puede atribuirse meramente a cualidades humanas. ¿Cómo explicar de otro modo la inspiración prodigiosa que, en una y otra página, y en unos mismos años, ilumina e impulsa internamente a San Pablo, a San Lucas, a San Pedro o a San Juan? Si no es por obra del Espíritu Santo, por el don de entendimiento, ¿cómo explicar la lucidez sobrehumana de todos sus pensamientos y palabras sobre las verdades reveladas?
Y de modo semejante, cuando el asombro se apodera de nosotros ante ciertas páginas de San Agustín o de Santo Tomás, de Santa Catalina de Siena o de Santa Teresa, ¿habremos de atribuir tanta verdad y tanta belleza, simplemente, a la virtud de la fe, es decir, a la ratio fide illustrata, que se ejercita en ellos cuando escriben? No; para esa verdad divina y esa belleza celeste que sale de sus plumas, sólamente el don de ciencia, de entendimiento, de sabiduría, los dones del Espíritu Santo, son razón suficiente. Al escribir, pues, con tan alta y continua inspiración, esos santos no se movían por la gracia según la regla de la razón iluminada por la fe, sino que eran movidos directamente por el Espíritu Santo, el «Espíritu de la verdad», de un modo sobrehumano y divino.
Pensemos, por ejemplo, en el Diálogo de Santa Catalina de Siena, una de las obras más altas de la espiritualidad cristiana. Con toda su perfecta arquitectura interna, que hace pensar en una catedral gótica, fue dictado por esta santa virgen, joven e inculta, sin planes previos, orando en éxtasis, ante sus discípulos amanuenses, que iban escribiendo asombrados. Así lo testifica el beato Raimundo de Capua:
«Si alguien examina el libro que ella compuso en su propia lengua, ciertamente bajo el dictado del Espíritu Santo, ¿cómo podrá imaginar o creer que ese libro fuera escrito por una mujer? El modo de expresarse es sin duda sublime, hasta el punto de que apenas se puede hallar un modo de hablar en latín que corresponde a la altura de su estilo. Yo, que me esfuerzo en traducirlo, lo experimento cada día. Los conceptos que contiene son tan altos y profundos que si los oyéramos en latín los creeríamos más de Agustín que de cualquier otro. Y en qué medida es útil a las almas que buscan la salvación es algo que no se explica en pocas palabras [...] Las cosas que en él se contienen, como me han contado sus escribanos, nunca las dictó cuando estaba en sí, sino siempre cuando, hallándose en éxtasis, hablaba con su Esposo. Por ello ese libro está compuesto a modo de un diálogo entre el Creador y el alma racional y peregrina creada por Él» (Leyenda 8).

El don de entendimiento, igualmente, se da con maravillosa intensidad en Santa Teresa del Niño Jesús, que desde niña fue alimentada por su Maestro interior con «pura harina». Ella misma lo confiesa:
«Porque yo era débil y pequeña, Él se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos, porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu» (A49r).
Ya en el Carmelo, sus hermanas religiosas quedaban con frecuencia maravilladas de la facilidad de Teresita para penetrar la sagrada Escritura. Una de ellas testifica en el Proceso ordinario:
«Interpretaba con una facilidad inaudita los libros de la Sagrada Escritura. Se diría que estos libros no tenían ya para ella ningún sentido oculto, de tal suerte sabía descubrir todas sus bellezas» (María de la Trinidad).
Santa Teresita, como Santa Catalina -ambas Doctoras de la Iglesia- no tiene grandes estudios de la doctrina cristiana; en absoluto. Teresita, de adolescente lee la Imitación de Kempis y pocos libros más. Uno de ellos, El fin del mundo presente y los misterios de la vida futura, de Arminjon, le ayuda mucho: «aquella lectura fue una de las mayores gracias que he recibido en mi vida» (A47r). Y ya en el Carmelo, sus lecturas son cada vez menos extensas y más profundas -non multa, sed multum-, llegando a reducirse finalmente a la Imitación, vuelta al principio, y a los Evangelios, más tarde descubiertos por ella. Para toda otra lectura está inapetente. No necesita más.
«Hallo en él [en el Evangelio] lo que necesita mi pobrecita alma. Siempre descubro en él [por el don de entendimiento] nuevas luces de sentidos ocultos y misteriosos. Comprendo, y sé por experiencia, que "el reino de Dios está dentro de nosotros" [Lc 17,21]. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él es el Doctor de los doctores. Enseña sin ruido de palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí» (A83v).
La conciencia tan cierta que Teresita tiene de que su altísimo entendimiento de las verdades reveladas es por obra del Espíritu Santo, hace que le sea imposible cualquier actitud de soberbia o de apego desordenado a su sabiduría espiritual:
«No siendo míos los bienes de aquí abajo [renunciados en el voto de pobreza], no tiene por qué resultarme difícil abstenerme de reclamarlos cuando alguien se los apropia. Pues bien, tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por Dios, que puede retirármelos sin que yo tenga derecho alguno a quejarme. Sin embargo, esos bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso constituye una riqueza, a la que solemos apegarnos como a un bien propio, que nadie tiene derecho a tocar». Inmenso error y pecado.
Pues bien, «Jesús me ha concedido la gracia de no estar más apegada a los bienes del entendimiento y del corazón que a los de la tierra... [Si me viene una alta idea], tal pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí [...] Él es muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Pero si yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería a "el asno que llevaba las reliquias" [fábula de La Fontaine], que creía que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él» (C18v-19v).
Santa Teresita que, como vemos, no considera propios los altos pensamientos que por el don de entendimiento recibe del Espíritu Santo, tampoco estima que en esa sabiduría espiritual consista la perfección cristiana:
«No menosprecio los pensamientos profundos, que alimentan el alma y la unen a Dios. Pero hace mucho tiempo he comprendido que el alma no debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras» (C19v).
En los ejemplos precedentes -Catalina y Teresita- hemos comprobado que el Padre celestial se complace en revelar sus misterios especialmente a «los pequeños» (Lc 10,21). Pero, por supuesto, en muchos otros casos el maravilloso don de entendimiento ha sido concedido por Dios en grados altísimos a personas de mucho estudio, como a un Santo Tomás de Aquino, Doctor común de la Iglesia. Basta adentrarse en la Summa Theologiæ para comprender al punto que tal catedral formidable del pensamiento cristiano, tan plena de claridad y armonía, tan exenta de oscuridades o contradicciones, no ha sido escrita meramente por mente humana, sino por obra del Espíritu Santo, es decir, bajo la acción potentísima de sus dones intelectuales, sobre todo los de ciencia, entendimiento y sabiduría.
Pero la misma luminosidad admirable de la Suma ha de ser superada en la mente de Tomás por la pura acción deslumbrante de los dones del Espíritu Santo:
Unos pocos meses antes de su muerte, cuando va camino del Concilio de Lyon, la iluminación interna de los dones del Espíritu Santo es tal que ya no puede seguir dictando la III parte de la Suma. «La mesa de trabajo de fray Tomás está completamente transformada. No hay en ella códices, ni papel, ni plumas, ni tintero. Todo lo ha archivado en un armario. Él no pasea, ni lee sentado. Está de rodillas, y sus ojos son dos fuentes de lágrimas».
«"¿Qué le pasa?", le pregunta fray Reginaldo [su secretario]. "¿No quiere que sigamos trabajando en la Suma?"... "Hijo, no puedo", le contesta. Y al día siguiente continúa lo mismo, como fuera de sí». Parece no ser ya capaz sino de abismarse en la mística oración contemplativa, en la que pasa horas interminables. Hasta que un día fray Reginaldo, ya alarmado por el estado de fray Tomás y preocupado por la suerte de la Suma, le pregunta con lágrimas en los ojos: «"dígame por amor de Dios por qué no puede". Al verse conjurado en nombre de Dios, él le contesta: "después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya más"» (S. Ramírez, Síntesis biográfica, Suma I, BAC, Madrid 1957, 43-45*).
Así es. El Espíritu Santo, por los dones de entendimiento y de sabiduría, en uno u otro grado, anticipa de algún modo en los creyentes la visión beatífica propia del cielo. Y para expresar esa visión inefable ya no sirven las palabras humanas, que desfallecen todas: «ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1Cor 2,9).
Disposición receptiva
Para recibir el don de entendimiento lo más importantes es, por supuesto, la oración de petición. Pero a recibirlo debemos también disponernos activamente por los siguientes medios principales:

1. Estudio de la Doctrina divina. Trabajar por adquirir una buena formación doctrinal y espiritual, conforme a nuestra vocación y según nuestras posibilidades. ¿Cómo el Espíritu Santo concederá entendimientos luminosos a los que sólo se interesan por lo que pasa y no tienen, en cambio, interés alguno por lo que no pasa, es decir, por lo que las Palabras divinas, los santos y los maestros cristianos enseñan?
Dice Jesús: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Por eso dice san Pablo: «nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
2. Perfecta ortodoxia. Alimentarse, como Teresita, de «pura harina», Escritura, Liturgia, Magisterio apostólico, y escritos siempre conformes a la Biblia y la Tradición. ¿Cómo el Espíritu de Verdad concederá la iluminación sobrehumana de sus dones a quienes le desprecian normalmente en las fuentes ordinarias por las que irradia esa luz divina? «Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4,30), prefiriendo los pensamientos humanos -propios o ajenos- a los de Dios.
«Pasmaos, cielos, y horrorizaos sobremanera, palabra de Yavé. 
Es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: dejarme a Mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,12-13).
3. Recogimiento interior y meditación. María, trono de la Sabiduría, en la presencia de Dios, todo lo medita en su corazón. Si un cristiano dispersa excesivamente la atención de sus sentidos y de su mente, cebándolos siempre con las criaturas, en una curiosidad vana e insaciable, tendrá que seguir siempre su navegación espiritual a remo de virtudes; pero nunca avanzará en el conocimiento de las verdades divinas a velas desplegadas, bajo el viento impetuoso de los dones del Espíritu.
Ya oímos más arriba la queja de San Juan de la Cruz: «oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis?... ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!» (Cántico 39,7).
4. Fidelidad a la voluntad de Dios. 
«Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11), y el que cumple la voluntad de Dios, ése «se hace un solo espíritu con Él» (1Cor 6,17). De ahí es, solamente de ahí, del Espíritu Santo, de donde viene la inteligencia profunda de las verdades reveladas.
Por eso, el cristiano que ignora esta conditio sine qua non, y procura la verdad divina sobre todo mediante el esfuerzo de sus estudios y reflexiones, se pierde, no llega a nada. Y si es teólogo, no es más que «un ciego guiando a otros ciegos» (Mt 15,14): se pierde él y extravía a otros. El mismo Cristo Maestro ve en la obediencia a la voluntad del Padre la clave que garantiza la veracidad de su doctrina: «mi sentencia es justa, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30).
5. Pureza de alma y cuerpo. Ya vimos que Santo Tomás, como toda la tradición cristiana, vincula especialmente la ceguera o el embotamiento espiritual a la lujuria, la gula y a los demás pecados animalizantes.
Siempre ha sabido la Iglesia, concretamente, que la castidad perfecta, vivida en cualquiera de sus modalidades vocacionales, pero especialmente en el celibato, «acrecienta la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración» 
(Pablo VI, Sacerdotalis cælibatus 27).

Espiritualidad.

El don de Sabiduría.
Nota Nº 5.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. 


Dr. Juan Carlo Amatucci.
El don de sabiduría, el más excelso de todos los dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable del don de sabiduría.

Él asegura conocer al Padre: «Yo le conozco porque procedo de Él, y Él me ha enviado» (Jn 7,29). «Vosotros no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros, un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra» (8,55; +6,46).

Más aún, Jesús conoce al Padre en una forma única, y tiene poder de comunicar a los hombres esa sabiduría suprema: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11,27).

También los discípulos, por la virtud de la fe, conocen a Dios con segura certeza, pero «como en un espejo y en enigma» (1Cor 13,12). En cambio, por el don de sabiduría, son iluminados por el Espíritu Santo con una sabiduría de Dios sobrehumana y que tiene modo divino. Es la altísima sabiduría de Juan, contemplando al Verbo encarnado en el prólogo de su evangelio. Es la visión que San Pablo tiene del misterio de Cristo y de su Iglesia. Es la sabiduría de las elevaciones místicas de Francisco, Tomás, Catalina, Teresa...

La Escritura sagrada muestra con frecuencia la sabiduría espiritual como un don de Dios, como un don gratuito que ha de pedírsele a 

Él con toda insistencia y esperanza: «Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. 
Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza» (Sab 7,7-8).

Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).

Teología

El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo.

Se dice que es sabio aquel que conoce las cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.

Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas, haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.

Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.

El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad santísima.

Santos

Podemos contemplar, por ejemplo, la acción maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia, terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:

«En esta manifestación de Dios, aunque suene a blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.

«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas... Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste. Cuando estoy en Él no pienso en nada más.

«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios: "hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...

«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios» (Libro de la Vida, memorial IX,5).

A la luz de estas descripciones, coincidentes sin duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).

Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).

El don de sabiduría ilumina todo conocimiento sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo, solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión eucarística.

Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta intención y por su bien» (Leyenda 405-406).

El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor 1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús:

«Por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas [por la virtud de la fe], a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas son!» (VII Moradas 1,7-8).

Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).

Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).

Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma «cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en un texto maravilloso:

«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en uno...

Entonces, «... todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la entienden" (8,15-16).

«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y es otro esencial» (Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría, realmente, es maravilloso.

Ahora, por el don de sabiduría, todo lo mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que lleva a la perdición (+Mt 7,13).

Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial, da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.

El jesuita San Pedro Claver era uno de los sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid 1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su asistencia.

San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769). Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).

Por el don de sabiduría, sencillamente, los cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).

Disposición receptiva

Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:

1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.

En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.

2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).

Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que «la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida... Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría eterna 167).

3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.

Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario
«no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).

4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:

«El mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).