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domingo, 15 de mayo de 2011

Por Fabiana Scherer. Versión Impresa. Diario La Nación.

Soñar por lo alto.   



En Salta, a 2800 metros y con el impulso del padre Sigfrido Chifri Moroder, la comunidad de El Alfarcito mira de frente al futuro. Educación, innovación tecnológica y defensa de la identidad son las bases de su apuesta.

Juntos somos más. 
La sonrisa contagiosa del padre Chifri se suma a la de los chicos que asisten a la escuela secundaria que funciona en el paraje salteño. 
 Martín Lucesole.
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Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber cuál es su lugar. 
Yo por ahora no lo tengo. Supongo que me voy a dar cuenta cuando lo encuentre y no me pueda ir.
 La frase que golpeaba directo al corazón en Un lugar en el mundo, la emblemática película de Adolfo Aristarain, se hace carne en la vida de Sigfrido Chifri Moroder (de 46 años), el padre que en los cerros salteños encontró la razón para vivir lejos de la Buenos Aires que lo vio crecer.
A la vera de la ruta 51, a dos horas y media de Salta capital y tras cruzar una y otra vez las mismas vías que recorre el Tren a las nubes, se encuentra el paraje El Alfarcito. Como si se tratara de una típica postal norteña, la iglesia de paredes blancas se alza a más de 2800 metros para contrastar con los profundos verdes de los álamos y el azul del cielo que se abre sin conocer límites. "Es soñado", dice Chifri para poner en palabras el pensamiento de quienes, por primera vez, se dejan seducir por el sol y los vientos de las serranías de la quebrada del Toro. Allí, en El Alfarcito, el padre Chifri inauguró hace dos años el primer secundario albergue; creó un centro de artesanos (donde se vende la producción local sin intermediarios) y un centro de salud; instaló invernaderos de altura; gestionó comedores para las escuelas de los cerros; armó un centro deportivo y consiguió la provisión y distribución de agua potable a través del Concurso de Proyectos de Agua organizado por Coca-Cola de Argentina (Ver aparte).
"Para que El Alfarcito sea hoy lo que es, un complejo que funciona a favor de la gente del cerro, era necesario contar con agua potable -aclara Chifri-. Con el lema Nos une el anhelo de hacer el bien, se conformó un equipo de voluntarios dispuestos a aportar lo que estuviera a su alcance, ya sea talento, tiempo o profesionalismo. "De manera paralela se construyó el colegio y se trabajó en la captación del agua y su distribución -describe el cura-. Hoy tenemos agua permanente, sin importar la época del año."

Educación en El Alfarcito, a 2800 metros.



Su pasión por misionar lo trajo a Salta en el otoño de 1999, a la iglesia Santa Rita de Rosario de Lerma, donde rápidamente se interesó por la vida de los lugareños. Con mochila al hombro comenzó a tomar contacto con las 26 comunidades que se reparten en una región de 4900 km2 en los Andes salteños. Ya sea a pie, en bicicleta o a lomo de burro, Chifri recorrió las escuelas diseminadas por la región que se levanta entre los 1500 y 4000 metros sobre el nivel del mar. Pronto conoció las necesidades de la gente que resiste los intensos rayos del sol de altura y el crudo viento cordillerano -capaz de congelar las noches hasta los -25ºC-, por lo que no dudó en transformarse en el principal promotor del desarrollo de las comunidades. El primer gran paso que dio fue el de conectarlas entre sí para que pudieran trabajar junto a las 22 escuelas rurales de la zona, en red y en beneficio mutuo. "Los meses iniciales los dediqué a recorrer y compartir experiencias con la gente del lugar -cuenta-. Siempre me recibieron con los brazos abiertos. Son personas que durante mucho tiempo no fueron visitadas, estaban como olvidadas. La cara se les transformaba cuando veían que alguien llegaba caminando a sus casas o a sus corrales."
Decidido a emprender la tarea de trabajar en red, el padre eligió El Alfarcito como lugar estratégico -está en el centro de la quebrada- para poner manos a la obra. Y así lo hizo. Rápidamente, con el fin de comunicar a todas las escuelas, instaló una radio que funciona a través del sistema Banda Lateral Unica (BLU), el mismo que se suele utilizar en alta mar para establecer comunicaciones de larga distancia. "Por décadas el progreso les fue ajeno a estos cerros -reconoce-. Queda mucho por hacer, pero estamos encaminados."


En pos del desarrollo.

En su mayoría, los pobladores están dedicados al cuidado del ganado menor y a los sembrados de papas, arvejas, habas, maíz y alfalfa. "Llevan adelante una economía de subsistencia. La falta de oportunidades y recursos obliga a que los más jóvenes emigren hacia las ciudades. Por eso es frecuente ver que la población de los cerros está compuesta por niños y ancianos -comenta Chifri-. Lo que nos propusimos es que la gente encuentre en su tierra los medios para desarrollarse."
La creación del primer secundario albergue de la quebrada busca evitar el desarraigo de los jóvenes, por lo que se les brinda una educación orientada a la producción, el turismo y las artesanías. Se los capacita en agricultura, utilización de invernaderos, envasado de alimentos, construcciones bioclimáticas (utilización de tecnología solar o aprovechamiento de materiales de la zona para, por ejemplo, transformar una pared en un calefactor solar. Este recurso se conoce como Muro trombe) "Nuestro lema es Aprender a aprender, aprender a ser, aprender a emprender -destaca el padre-. Es importante que ellos elijan qué hacer con sus vidas. Por eso con el bachiller que reciben aquí tienen la oportunidad de ingresar a una universidad si así lo prefieren (tienen convenios de becas), o capacitarse para trabajar aquí en el cerro."

De sonrisas plenas, esas que se dibujan de oreja a oreja, Belén (13) y Anahí (15) se muestran orgullosas por ser las abanderadas del colegio. Ambas cursan segundo año y en 2014 serán parte de la camada de los primeros egresados. "Quiero ir a la facultad. Las matemáticas me gustan mucho pero no sé muy bien qué estudiar", confiesa Belén, la chica de Cerro Negro de Tejada que, para llegar a la escuela albergue, debe caminar poco más de cinco horas, tomar un remise y un colectivo. "Todo lo que aprendemos nos sirve, nos ayuda -arremete Anahí, de Santa Rosa- . Creo que en los cerros se puede vivir mejor, como acá en El Alfarcito."
Aún con el peine en la mano y un prolijo jopo que se levanta en su cabeza, Enzo (14) saluda con cierta timidez al padre Chifri. 
Enzo es de Palomar, una región de muy difícil acceso. "Me quedo acá hasta las vacaciones de invierno -cuenta entrecortado y bien bajito-.
 Extraño a mi familia, pero acá lo paso bien. 
Este es mi segundo año.
Me gusta mucho inglés, quizás haga turismo." Muchos son los que se acercan a Enzo para darle la bienvenida. Es que este año se sumó un poco más tarde al ciclo lectivo por lo intransitable de los caminos. "Qué esfuerzo, ¿no? -exclama Chifri-. Todos dan cuenta de una fuerza de voluntad maravillosa."
Y qué mejor ejemplo que el del mismo padre, que a pesar del grave accidente en parapente que lo dejó casi inmovilizado en 2004, siguió adelante. Hoy se lo ve yendo de un lado para otro en su cuatriciclo o trasladándose con ayuda de muletas. Tal experiencia de rehabilitación física y emocional lo llevó a escribir Después del abismo, libro con el que se propuso transmitir su espíritu de lucha.
"Es un ejemplo -dice Dionisia (53), una las encargadas del shopping de artesanías que funciona en El Alfarcito-. Su lucha es un ejemplo. Hizo que volviéramos a sentirnos orgullosos de nosotros. Para mí es un honor vender lo que hacemos. Y una gran ayuda." Con el fin de reforzar la identidad y la cultura de los cerros, cada objeto tiene una etiqueta en la que el artesano coloca su nombre, lugar de origen, material con el que fue hecho y precio sugerido.
"Daría mi vida en agradecimiento por todo lo que se está haciendo por los chicos -dice Marta (75), con la voz entrecortada detrás del mostrador del shopping mientras coloca en una bolsita una de las llamas hechas en lana-. No nos olvidaron


Por Fabiana Scherer
fscherer La Nacion.com.ar

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