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lunes, 17 de diciembre de 2012



Espiritualidad.


LOS NIÑOS POR NACER ,
Y EL VIENTRE MATERNO .

Por Diana Duvivier.

Con el Nacimiento de Jesucristo se nos ofrece el alivio permanente que traen las buenas noticias de la misericordia de Dios y el cumplimiento de la promesa de la gracia.


En la Natividad de nuestro Señor Jesucristo se da la revelación plena del Nuevo Pacto y la acción  salvífica  de Dios, quien perfecciona su poder en la debilidad.  En Su Encarnación se pueden resolver las más profundas problemáticas inherentes a la existencia misma y a la práctica cotidiana, las cuales movilizan intensamente nuestros afectos: el nacimiento, el renacimiento espiritual, los no nacidos, el sufrimiento del justo, la incredulidad y la fe, la vida y la muerte y, en definitiva, el sentido de las cosas y los acontecimientos, la trascendencia y la libre voluntad de Dios.
 Sin embargo, con el arribo de la Navidad frecuentemente aparecen distintos estímulos y cuestiones asociadas que provocan perturbación e inestabilidad. 
En suma, se percibe una hipersensibilidad característica como respuesta a un tiempo de agobio propio del fin de año y de sus consabidos balance y proyección, ocasión para visualizar con más nitidez las ausencias y pérdidas, más allá de los logros y los dones de Dios recibidos. Y más todavía si esto se combina con escenarios nacionales  e internacionales de grandes tensiones sociales y políticas, ahora potenciados por las comunicaciones globales, los que parecen abonar los atrevidos e insolentes cuestionamientos a la justicia y bondad divinas.

El nacimiento bendito de Jesucristo, el hecho de que Dios se hizo humano, además de ser totalmente distinto a todos los demás, contrasta con los planteos desesperados y desgarradores del profeta Jeremías cuando, en su aflicción, maldecía el día en que había nacido y en un ataque de amor a sí mismo se quejaba de que aquel vientre embarazado de su madre no se hubiera convertido en su sepulcro. 
Al modo del patriarca Job, olvidando que no se puede contender con el Omnipotente, le reprochaba al Altísimo no haberlo matado allí. 
“¿Para qué salí del vientre?”(Jer. 20:14-18). 
“Está mi alma hastiada de mi vida… 
¿Por qué me sacaste de la matriz?”(Job 10:1,18). También nosotros a veces, en nuestra debilidad, ante la gracia oculta de Dios y frente a lo casi insoportable de la vida, nos parecemos a ellos y a aquellos reprobados “consoladores molestos” del Job sufriente. Con insensatez, presunción e impaciencia erramos por no buscar y adherirnos a la Palabra de Dios y al Admirable Consejero que sabe, puede y quiere consolar y dar sosiego y paz a las conciencias, desechando la incompetencia e incomprensión de las filosofías humanas. Es que, como enseña el profeta Isaías:”Así dice el Señor, Hacedor tuyo y el que te formó desde el vientre, el cual te ayudará: 
No temas…Dios ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia”
Aunque nos sintamos tentados a decir:
”Me dejó Dios y el Señor se olvidó de mí. 
¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? 
Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti…en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de mí estás siempre” (Is. 44:2; 49:13-16). 
Dios no miente y envió a su Hijo para nosotros
Y al hacerse uno con nosotros, también nos ha dado una misión específica y un sentido claro a nuestra existencia. Dijo el Señor:”Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” (Jn. 18:37) y lo sigue haciendo cada día con y a través nuestro, con su Iglesia dispersa alrededor del mundo.
 Hay un vínculo secreto en la maternidad, aún en el caso lamentable de aquella que, como el avestruz, “se endurece para con sus hijos como si no fuesen suyos” (Job 39:16) o, paradójicamente, piensa que son de su exclusiva propiedad y puede disponer de ellos a su antojo. Porque el peso del útero, las estrías, la fatiga, los dolores y las várices no son las únicas marcas que deja el embarazo; la ruptura de bolsa o membranas, el trabajo de parto y la experiencia del Equipo Médico y del Centro Asistencial no es lo único que cuenta para el mantenimiento de la salud física y mental, ni tampoco quien estaba oculto puede permanecer siempre olvidado. Porque un hijo es una “herencia de Dios y cosa de estima el fruto del vientre” (Sal.127:3); es un regalo divino que el huevo fertilizado anide y se prenda a los tejidos para recibir vida a través de la sangre materna que le permite sobrevivir hasta que salga o sea transpuesto. Todo por el amor y el compromiso de una mujer que está dispuesta a poner su cuerpo y sus desvelos en servicio de quien necesita casi todo, aportándole la contención, el sustento y el abrigo indispensables a ese “otro”, que le permite ser “yo” y “nosotros”. Aquella que respetuosamente permitió transformarse en matriz generadora, acequia viva, tierra productiva, usina energética…
Aquella que, dejando de lado una actitud egoísta, abandónica y torturadora, prefirió ser  nido  y no cárcel, azote, cepo o tumba de su criatura, así como ella recibió mediante otra y desde sus entrañas la aurora de la vida que ahora puede desplegar. “¿Qué tienes que nos hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1ª Co. 4:7).

Por el impacto y la relevancia del tema y para no herir aún más al dolido, ni confundir al verdadero sufriente, para no olvidar a la totalidad de las víctimas, ni dejar impunes a los victimarios, a fin de no recibir la condena divina que con motivo de no haber dicho la verdad acerca del Altísimo se aplicó a los pretendidos amigos de Job en el desenlace asombroso de la historia narrada en el Epílogo del inspirado Libro Sapiencial, resulta  oportuno hacer referencia a un esperanzador escrito del Dr. Martín Lutero del año 1542: “Ein Trost den Weibern, welchen es ungerade gegangen ist mit Kindergebâren” (Consuelo para las mujeres que han perdido a su bebé o cuando el nacimiento no terminó bien). 
Allí se refiere a la natalidad y a aquella unión íntima con el hijo cuando las complicaciones ponen en peligro la gestación, buscando dar una atención integral y abordando el shock emocional y el trauma afectivo que sobreviene cuando el embarazo no llega a su destino.

En su obra, Lutero distingue claramente entre dos tipos de circunstancias. No dirige su consuelo hacia aquellas mujeres que llevan el “Fruto” (con mayúscula), de mala gana o están embarazadas a disgusto, quienes en forma intencionada descuidan o hasta llegan al extremo, en su malicia, de estrangular y asesinar al hijo. Sino que se esmera en mitigar la falta de consideración, impertinencia y brutalidad aún en el uso de las expresiones y términos, para no causar más aflicción, ni sobresalto, ni espanto a aquellas madres quienes, no por su culpa, ni por su dejadez o indiferencia, han sufrido un nacimiento prematuro o aborto espontáneo o su bebé nació muerto o murió al nacer. A éstas y a sus allegados los reconforta, invitándolos a confiar en que la voluntad de Dios es siempre mejor que la nuestra, aún cuando parezca mostrarse contraria a nosotros, según nuestro limitado punto de vista humano y a afrontar esta prueba como una oportunidad para perfeccionar la paciencia. Tiernamente aconseja confiar en que Dios atiende el clamor sincero y el profundo deseo de haber traído a su niño para ser bautizado, como una oración efectiva que el Señor escucha por tratarse de una intercesión de un creyente, alguien muy especial, santificado por la sangre de Cristo y el Espíritu de Dios, quien “nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro. 8:26). El Señor nos ha oído, aún cuando por la pena o por el desconcierto no podamos expresarnos con palabras y ha hecho mejor de lo que podríamos pedir o esperar, porque “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”, como dice San Pablo (Ef. 3:20). Resalta aquella maravillosa y contundente promesa de Jesús, que supera nuestra imaginación y que nos mantiene en esperanza:”al que cree todo le es posible” (Mr. 9:23), relacionándola con la singularidad de esos niños, sujetos de los anhelos y la fe de Cristianos verdaderos, que gozan del favor y aprecio de Dios. Y concluyentemente el Reformador nos recuerda el grandioso recurso propuesto por la Divinidad y que tantas veces hemos comprobado:”Invócame en el día de la angustia. Te libraré y tú me honrarás” (Sal. 50:15). Esta consolación para los creyentes puede ser aplicada también a cualquier otro problema que nos aflija.

A esta altura, resulta imprescindible considerar que el Altísimo es quien da viabilidad y vida, así como también fuerzas para seguir esperando en Dios, quien tiene siempre la última palabra. Recientemente lo hemos visto en el caso de Luz Milagros, de Chaco, la beba que sobrevivió después de que su mamá, con el impulso de ver por última vez el rostro de su hija, desclavara el cajoncito cerrado que alojaba a la niña viva en el frío de una morgue; aquella que luego se mantuviera confiada, a pesar de los reiterados peores pronósticos que oficialmente se le daban y por quien, conmovidos, elevamos nuestras plegarias. Y después también hemos sabido por informaciones periodísticas que nació Santino en Pilar, a quien dieron por muerto, descartándolo en una envilecida chata de un Hospital, cuyos movimientos de vida descubiertos por su abuela, se negaran a admitir, por ser confundidos con meros reflejos inanimados. El Señor, una vez más, está poniendo en medio de nosotros a los niños. 
Son inadmisibles el maltrato y los daños superlativos que pueda recibir una criaturita con prematurez extrema o con complicaciones de cualquier otra índole, hayan o no adquirido notoriedad. Y qué decir de los abortos deseados y embarazos rechazados por desaprensión, desidia, resentimiento, egoísmo, codicia, intereses económicos o ideologías, causantes de tanto dolor y huellas imborrables que no se pueden extirpar. No podemos atribuirnos la determinación de subestimar la viabilidad y mucho menos, de cercenar las chances de sobrevida de aquel “fruto”  a quien deberíamos proteger y brindarle las mejores condiciones de vida que esté a nuestro alcance ofrecer, quien no debe ser cruelmente considerado inoportuno, ni molesto, ni tampoco culpable. Además de los afectos naturales, que hasta los animales en su mayoría demuestran, una mujer Cristiana recibe a su niño con un amor más profundo, pensando en su alma y no sólo en su cuerpo. Todos tenemos algún grado de responsabilidad de acuerdo a nuestro rol y función, de manera que en nuestra comunidad, de lo que de nosotros dependa, no se cause daño a nadie y menos si resulta irreparable.

Que sirvan estas palabras para acompañar a una reflexión Cristiana que, más allá de las evaluaciones de la Obstetricia, la Neonatología, las Tecnologías de Reproducción Asistida y otras especialidades o disciplinas y a pesar de la imperfección e injusticia de las leyes humanas, se aferre a la Palabra de Dios y nos ayude a asumir el compromiso de la comunidad, de la familia, de la pareja y, en especial, de la mujer, el amor de madre y el apoyo al débil, con fe en el evangelio que es la promesa de la gracia de Dios en Cristo, confiando en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable. 
Amén.

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