Espiritualidad...
Fin de dos
pontificados
unidos
desde
adentro.
Por :
Colaboración:
Juan
Carlo
Amatucci.
Médico
Periodista.
Para los cardenales que le
eligieron, votar a Benedicto XVI fue como votar de nuevo a Juan Pablo II. Por
eso se cierra ahora un periodo enormemente fructífero en la vida de la Iglesia,
que ha visto en la cátedra de Pedro dos pontífices tan distintos y tan
complementarios
Cuando leí que un amigo mío italiano había escrito que el 28 de febrero termina el pontificado de Juan Pablo II, mi primera impresión fue de sorpresa. Benedicto XVI ha sido papa durante casi ocho años, y en ese periodo ha dejado una profunda huella en la Iglesia: intelectual (sus tres encíclicas, su libro sobre Jesús de Nazaret), de gobierno (las reformas internas para atacar a la raíz de los abusos sexuales por parte de clérigos, y para promover la organización eficiente y transparente de las finanzas vaticanas), de impulso ecuménico con ortodoxos y luteranos, y de diálogo interreligioso con el hebraísmo y con Islam moderado; y también humano: aunque pueda resultar inesperado, acudían a sus ángelus y audiencias de los miércoles más gente que durante el pontificado anterior.Y sin embargo, a mi amigo no le falta razón.
Existe una compenetración intensa entre los magisterios de los dos Papas. Y no sólo porque Benedicto XVI haya seguido la huella de Juan Pablo II, sino me atrevería a decir que también fue al revés. El cardenal Ratzinger fue el inspirador de muchos documentos clave de Juan Pablo II, empezando por el Catecismo de la Iglesia Católica, elaborado bajo su dirección inmediata, y de un alcance difícil de medir para la configuración del mensaje cristiano en lenguaje contemporáneo. (Escribo “cristiano” a propósito, ya que el Catecismo ha recibido una acogida magnífica en muchas Iglesias ortodoxas, en Iglesias orientales como la Armena y la Copta, y en otras de cuño protestante). Después, encíclicas y documentos firmados por Juan Pablo II (la declaración Dominus Iesus, por ejemplo) son el fruto del trabajo intelectual de Joseph Ratzinger, que preparó borradores, revisó a fondo las distintas versiones, y les dio consistencia y solidez.
Tanto es así, que cuando en una ocasión, al comenzar su pontificado, los periodistas preguntamos a Benedicto XVI si iba a escribir tanto como su predecesor, su respuesta fue: “no, no hace falta, ahora lo importante es poner en práctica lo que escribió el Papa (porque Benedicto tardó más de un año el dejar de llamar Papa a Juan Pablo II), en lo que me reconozco”.
Existió también una compenetración humana, a pesar de las diferencias de carácter y de preferencias personales. Si revisamos las biografías de ambos, prácticamente no encontramos nada en común: la vida aventurosa de Karol Wojtyla, con su trabajo manual, su teatro y sus salidas en canoa, y su lucha contra el totalitarismo soviético en su patria, no tiene paralelismo con la trayectoria académica de Joseph Ratzinger, apasionado por la investigación, el debate profundo y la enseñanza. Basta comparar dos fotos: la del obrero Wojtyla en 1940, donde la camiseta de tirantes deja ver sus brazos musculosos, y la de Ratzinger a su misma edad, propia del más estudioso de la clase.
Pues bien, a pesar de representar las antípodas en modos de ser, Juan Pablo II le eligió como su colaborador de confianza casi al empezar su pontificado, y no le dejó marchar ni siquiera cuando estaba para cumplir los 75 años y Ratzinger anhelaba volver a su Baviera natal para dedicar sus últimos años a la investigación teológica. “Usted no se marcha mientras yo sea Papa”, dicen que le respondió Juan Pablo II cuando el cardenal alemán le presentó su renuncia. Y en momentos clave, utilizó al cardenal Ratzinger para resolver problemas de fondo en algunos países, viajando discretamente en nombre del Papa; o prestándole su voz cuando ya no la tenía, como cuando le pidió que escribiera y pronunciara el Víacrucis de su último Viernes Santo en la tierra.
Benedicto XVI ha sido además continuador de proyectos inacabados de Juan Pablo II. Ambos han sido aliados en su esfuerzo por interpretar el Concilio Vaticano II en clave de continuidad, alejando el espectro de quienes han pretendido ver que la última asamblea conciliar como tan novedosa que había roto con la Tradición (pretensión de los lefebvrianos) y también combatiendo la pretensión de quienes entienden la Iglesia sin el ancla de la Revelación y que por tanto nada impide que se contradiga a sí misma y acepte el sacerdocio femenino, modifique principios básicos de la moral cristiana y abola el celibato sacerdotal.
Por último, los dos pontificados van unidos porque en 2005 muchos cardenales le vieron como la perfecta continuidad con Juan Pablo II. Recuerdo bien las conversaciones con varios purpurados, los días siguientes a la elección de Benedicto XVI, en que en Roma se respiraba tal alegría y entusiasmo, que – sin saltarse el secreto pontificio de lo que había sucedido dentro de la capilla Sixtina, ni decir a quién habían votado – hablaban de lo que pensaban con más facilidad de lo ordinario.
Casi todos mencionaron cuatro motivos fundamentales para elegirle. En primer lugar, la homilía de los funerales solemnes en la plaza de san Pedro, donde no pocos descubrieron que el defensor de la doctrina católica, tímido y reservado, tenía un corazón como la copa de un pino.
En segundo lugar, el modo como moderó las llamadas congregaciones generales (esas sesiones de trabajo previas al cónclave, donde los cardenales hablan y discuten sobre la situación del mundo y de la Iglesia, mientras piensan qué Papa hace falta para ese mundo y esa Iglesia). Su serenidad al guiar las intervenciones, su capacidad de síntesis al resumir lo que se había dicho al final de cada sesión, y su objetividad para no dejar fuera de los resúmenes las tesis que no compartía, hicieron pensar a muchos: “tiene la Iglesia entera en su cabeza”.
En tercer lugar, su homilía en la Misa del Espíritu Santo previa al cónclave, centrada en las amenazas que pesaban sobre la situación del mundo, y muy en particular de lo deletéreo que resulta el relativismo. He de reconocer que a mí me descolocó completamente.
Con cortedad de miras, pensé que era una oportunidad desaprovechada, porque el mundo entero seguía en directo esa ceremonia, y era una ocasión única para hablar de la alegría de la fe… Pues me equivoqué, porque la reacción de los cardenales, que seguían sus palabras a pocos metros, fue diametralmente distinta. Al señalar sin medias tintas los problemas a los que se enfrentaría el siguiente Papa, sacaron la conclusión de que no quería serlo. Y ya se sabe, el que entra Papa en el cónclave, sale de cardenal…
Pero sobre todo , el hecho de haber sido el hombre de confianza del Papa Wojtyla. Para los cardenales que le eligieron, votar a Benedicto XVI fue como votar de nuevo a Juan Pablo II. Por eso se cierra ahora un periodo enormemente fructífero en la vida de la Iglesia, que ha visto en la cátedra de Pedro dos pontífices tan distintos y tan complementarios, imposibles de entender por separado, que juntos tomaron la Iglesia en momentos de zozobra, y le devolvieron la esperanza.
Tanto es así, que cuando en una ocasión, al comenzar su pontificado, los periodistas preguntamos a Benedicto XVI si iba a escribir tanto como su predecesor, su respuesta fue: “no, no hace falta, ahora lo importante es poner en práctica lo que escribió el Papa (porque Benedicto tardó más de un año el dejar de llamar Papa a Juan Pablo II), en lo que me reconozco”.
Existió también una compenetración humana, a pesar de las diferencias de carácter y de preferencias personales. Si revisamos las biografías de ambos, prácticamente no encontramos nada en común: la vida aventurosa de Karol Wojtyla, con su trabajo manual, su teatro y sus salidas en canoa, y su lucha contra el totalitarismo soviético en su patria, no tiene paralelismo con la trayectoria académica de Joseph Ratzinger, apasionado por la investigación, el debate profundo y la enseñanza. Basta comparar dos fotos: la del obrero Wojtyla en 1940, donde la camiseta de tirantes deja ver sus brazos musculosos, y la de Ratzinger a su misma edad, propia del más estudioso de la clase.
Pues bien, a pesar de representar las antípodas en modos de ser, Juan Pablo II le eligió como su colaborador de confianza casi al empezar su pontificado, y no le dejó marchar ni siquiera cuando estaba para cumplir los 75 años y Ratzinger anhelaba volver a su Baviera natal para dedicar sus últimos años a la investigación teológica. “Usted no se marcha mientras yo sea Papa”, dicen que le respondió Juan Pablo II cuando el cardenal alemán le presentó su renuncia. Y en momentos clave, utilizó al cardenal Ratzinger para resolver problemas de fondo en algunos países, viajando discretamente en nombre del Papa; o prestándole su voz cuando ya no la tenía, como cuando le pidió que escribiera y pronunciara el Víacrucis de su último Viernes Santo en la tierra.
Benedicto XVI ha sido además continuador de proyectos inacabados de Juan Pablo II. Ambos han sido aliados en su esfuerzo por interpretar el Concilio Vaticano II en clave de continuidad, alejando el espectro de quienes han pretendido ver que la última asamblea conciliar como tan novedosa que había roto con la Tradición (pretensión de los lefebvrianos) y también combatiendo la pretensión de quienes entienden la Iglesia sin el ancla de la Revelación y que por tanto nada impide que se contradiga a sí misma y acepte el sacerdocio femenino, modifique principios básicos de la moral cristiana y abola el celibato sacerdotal.
Por último, los dos pontificados van unidos porque en 2005 muchos cardenales le vieron como la perfecta continuidad con Juan Pablo II. Recuerdo bien las conversaciones con varios purpurados, los días siguientes a la elección de Benedicto XVI, en que en Roma se respiraba tal alegría y entusiasmo, que – sin saltarse el secreto pontificio de lo que había sucedido dentro de la capilla Sixtina, ni decir a quién habían votado – hablaban de lo que pensaban con más facilidad de lo ordinario.
Casi todos mencionaron cuatro motivos fundamentales para elegirle. En primer lugar, la homilía de los funerales solemnes en la plaza de san Pedro, donde no pocos descubrieron que el defensor de la doctrina católica, tímido y reservado, tenía un corazón como la copa de un pino.
En segundo lugar, el modo como moderó las llamadas congregaciones generales (esas sesiones de trabajo previas al cónclave, donde los cardenales hablan y discuten sobre la situación del mundo y de la Iglesia, mientras piensan qué Papa hace falta para ese mundo y esa Iglesia). Su serenidad al guiar las intervenciones, su capacidad de síntesis al resumir lo que se había dicho al final de cada sesión, y su objetividad para no dejar fuera de los resúmenes las tesis que no compartía, hicieron pensar a muchos: “tiene la Iglesia entera en su cabeza”.
En tercer lugar, su homilía en la Misa del Espíritu Santo previa al cónclave, centrada en las amenazas que pesaban sobre la situación del mundo, y muy en particular de lo deletéreo que resulta el relativismo. He de reconocer que a mí me descolocó completamente.
Con cortedad de miras, pensé que era una oportunidad desaprovechada, porque el mundo entero seguía en directo esa ceremonia, y era una ocasión única para hablar de la alegría de la fe… Pues me equivoqué, porque la reacción de los cardenales, que seguían sus palabras a pocos metros, fue diametralmente distinta. Al señalar sin medias tintas los problemas a los que se enfrentaría el siguiente Papa, sacaron la conclusión de que no quería serlo. Y ya se sabe, el que entra Papa en el cónclave, sale de cardenal…
Pero sobre todo , el hecho de haber sido el hombre de confianza del Papa Wojtyla. Para los cardenales que le eligieron, votar a Benedicto XVI fue como votar de nuevo a Juan Pablo II. Por eso se cierra ahora un periodo enormemente fructífero en la vida de la Iglesia, que ha visto en la cátedra de Pedro dos pontífices tan distintos y tan complementarios, imposibles de entender por separado, que juntos tomaron la Iglesia en momentos de zozobra, y le devolvieron la esperanza.
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