Espiritualidad.
Por
Diana Duvivier.
Con el Nacimiento de Jesucristo se
nos ofrece el alivio permanente que traen las buenas noticias de la
misericordia de Dios y el cumplimiento de la promesa de la gracia.
En
la Natividad de nuestro Señor Jesucristo se da la revelación plena del Nuevo
Pacto y la acción salvífica de Dios, quien perfecciona su poder en la
debilidad. En Su Encarnación
se pueden resolver las más profundas problemáticas inherentes a la existencia
misma y a la práctica cotidiana, las cuales movilizan intensamente nuestros
afectos: el nacimiento, el renacimiento espiritual, los no nacidos, el
sufrimiento del justo, la incredulidad y la fe, la vida y la muerte y, en
definitiva, el sentido de las cosas y los acontecimientos, la trascendencia y
la libre voluntad de Dios.
Sin
embargo, con el arribo de la Navidad frecuentemente aparecen distintos
estímulos y cuestiones asociadas que provocan perturbación e inestabilidad.
En
suma, se percibe una hipersensibilidad característica como respuesta a un
tiempo de agobio propio del fin de año y de sus consabidos balance y
proyección, ocasión para visualizar con más nitidez las ausencias y pérdidas,
más allá de los logros y los dones de Dios recibidos. Y más todavía si esto se
combina con escenarios nacionales e
internacionales de grandes tensiones sociales y políticas, ahora potenciados
por las comunicaciones globales, los que parecen abonar los atrevidos e
insolentes cuestionamientos a la justicia y bondad divinas.
El
nacimiento bendito de Jesucristo, el hecho de que Dios se hizo humano, además
de ser totalmente distinto a todos los demás, contrasta con los planteos
desesperados y desgarradores del profeta Jeremías cuando, en su aflicción,
maldecía el día en que había nacido y en un ataque de amor a sí mismo se
quejaba de que aquel vientre embarazado de su madre no se hubiera convertido en
su sepulcro.
Al modo del patriarca Job, olvidando que no se puede contender con
el Omnipotente, le reprochaba al Altísimo no haberlo matado allí.
“¿Para qué
salí del vientre?”(Jer. 20:14-18).
“Está mi alma hastiada de mi vida…
¿Por qué
me sacaste de la matriz?”(Job 10:1,18). También nosotros a veces, en nuestra
debilidad, ante la gracia oculta de Dios y frente a lo casi insoportable de la
vida, nos parecemos a ellos y a aquellos reprobados “consoladores molestos” del
Job sufriente. Con insensatez, presunción e impaciencia erramos por no buscar y
adherirnos a la Palabra de Dios y al Admirable Consejero que sabe, puede y
quiere consolar y dar sosiego y paz a las conciencias, desechando la
incompetencia e incomprensión de las filosofías humanas. Es que, como enseña el
profeta Isaías:”Así dice el Señor,
Hacedor tuyo y el que te formó desde el vientre, el cual te ayudará:
No
temas…Dios ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia”…
Aunque
nos sintamos tentados a decir:
”Me dejó Dios y el Señor se olvidó de mí.
¿Se
olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de
su vientre?
Aunque olvide ella, yo nunca
me olvidaré de ti…en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de
mí estás siempre” (Is. 44:2; 49:13-16).
Dios
no miente y envió a su Hijo para
nosotros.
Y al hacerse uno con nosotros, también nos ha dado una misión
específica y un sentido claro a nuestra existencia. Dijo el Señor:”Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio a la verdad” (Jn. 18:37) y lo sigue haciendo cada día con y
a través nuestro, con su Iglesia dispersa alrededor del mundo.
Hay
un vínculo secreto en la maternidad, aún en el caso lamentable de aquella que,
como el avestruz, “se endurece para con sus hijos como si no fuesen suyos”
(Job 39:16) o, paradójicamente, piensa que son de su exclusiva propiedad y puede
disponer de ellos a su antojo. Porque el peso del útero, las estrías, la
fatiga, los dolores y las várices no son las únicas marcas que deja el
embarazo; la ruptura de bolsa o membranas, el trabajo de parto y la experiencia
del Equipo Médico y del Centro Asistencial no es lo único que cuenta para el
mantenimiento de la salud física y mental, ni tampoco quien estaba oculto puede
permanecer siempre olvidado. Porque un hijo es una “herencia de Dios y cosa de
estima el fruto del vientre” (Sal.127:3); es un regalo divino que el huevo
fertilizado anide y se prenda a los tejidos para recibir vida a través de la
sangre materna que le permite sobrevivir hasta que salga o sea transpuesto.
Todo por el amor y el compromiso de una mujer que está dispuesta a poner su
cuerpo y sus desvelos en servicio de quien necesita casi todo, aportándole la
contención, el sustento y el abrigo indispensables a ese “otro”, que le permite
ser “yo” y “nosotros”. Aquella que respetuosamente permitió transformarse en
matriz generadora, acequia viva, tierra productiva, usina energética…
Aquella
que, dejando de lado una actitud egoísta, abandónica y torturadora, prefirió
ser nido
y no cárcel, azote, cepo o tumba de su criatura, así como ella recibió
mediante otra y desde sus entrañas la aurora de la vida que ahora puede
desplegar. “¿Qué tienes que nos hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te
glorías como si no lo hubieras recibido?” (1ª Co. 4:7).
Por
el impacto y la relevancia del tema y para no herir aún más al dolido, ni
confundir al verdadero sufriente, para no olvidar a la totalidad de las
víctimas, ni dejar impunes a los victimarios, a fin de no recibir la condena
divina que con motivo de no haber dicho la verdad acerca del Altísimo se aplicó
a los pretendidos amigos de Job en el desenlace asombroso de la historia
narrada en el Epílogo del inspirado Libro Sapiencial, resulta oportuno hacer referencia a un esperanzador
escrito del Dr. Martín Lutero del año 1542: “Ein Trost den Weibern, welchen es
ungerade gegangen ist mit Kindergebâren” (Consuelo para las mujeres que han
perdido a su bebé o cuando el nacimiento no terminó bien).
Allí se refiere a la
natalidad y a aquella unión íntima con el hijo cuando las complicaciones ponen
en peligro la gestación, buscando dar una atención integral y abordando el
shock emocional y el trauma afectivo que sobreviene cuando el embarazo no llega
a su destino.
En
su obra, Lutero distingue claramente entre dos tipos de circunstancias. No
dirige su consuelo hacia aquellas mujeres que llevan el “Fruto” (con
mayúscula), de mala gana o están embarazadas a disgusto, quienes en forma
intencionada descuidan o hasta llegan al extremo, en su malicia, de estrangular
y asesinar al hijo. Sino que se esmera en mitigar la falta de consideración,
impertinencia y brutalidad aún en el uso de las expresiones y términos, para no
causar más aflicción, ni sobresalto, ni espanto a aquellas madres quienes, no
por su culpa, ni por su dejadez o indiferencia, han sufrido un nacimiento
prematuro o aborto espontáneo o su bebé nació muerto o murió al nacer. A éstas
y a sus allegados los reconforta, invitándolos a confiar en que la voluntad de
Dios es siempre mejor que la nuestra, aún cuando parezca mostrarse contraria a
nosotros, según nuestro limitado punto de vista humano y a afrontar esta prueba
como una oportunidad para perfeccionar la paciencia. Tiernamente aconseja
confiar en que Dios atiende el clamor sincero y el profundo deseo de haber
traído a su niño para ser bautizado, como una oración efectiva que el Señor
escucha por tratarse de una intercesión de un creyente, alguien muy especial,
santificado por la sangre de Cristo y el Espíritu de Dios, quien “nos ayuda en
nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro. 8:26). El
Señor nos ha oído, aún cuando por la pena o por el desconcierto no podamos
expresarnos con palabras y ha hecho mejor de lo que podríamos pedir o esperar,
porque “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo
que pedimos o entendemos”, como dice San Pablo (Ef. 3:20). Resalta aquella
maravillosa y contundente promesa de Jesús, que supera nuestra imaginación y
que nos mantiene en esperanza:”al que cree todo le es posible” (Mr. 9:23),
relacionándola con la singularidad de esos niños, sujetos de los anhelos y la
fe de Cristianos verdaderos, que gozan del favor y aprecio de Dios. Y
concluyentemente el Reformador nos recuerda el grandioso recurso propuesto por
la Divinidad y que tantas veces hemos comprobado:”Invócame en el día de la
angustia. Te libraré y tú me honrarás” (Sal. 50:15). Esta consolación para los
creyentes puede ser aplicada también a cualquier otro problema que nos aflija.
A
esta altura, resulta imprescindible considerar que el Altísimo es quien da
viabilidad y vida, así como también fuerzas para seguir esperando en Dios,
quien tiene siempre la última palabra. Recientemente lo hemos visto en el caso
de Luz Milagros, de Chaco, la beba que sobrevivió después de que su mamá, con
el impulso de ver por última vez el rostro de su hija, desclavara el cajoncito
cerrado que alojaba a la niña viva en el frío de una morgue; aquella que luego
se mantuviera confiada, a pesar de los reiterados peores pronósticos que
oficialmente se le daban y por quien, conmovidos, elevamos nuestras plegarias.
Y después también hemos sabido por informaciones periodísticas que nació
Santino en Pilar, a quien dieron por muerto, descartándolo en una envilecida
chata de un Hospital, cuyos movimientos de vida descubiertos por su abuela, se
negaran a admitir, por ser confundidos con meros reflejos inanimados. El Señor,
una vez más, está poniendo en medio de nosotros a los niños.
Son inadmisibles
el maltrato y los daños superlativos que pueda recibir una criaturita con
prematurez extrema o con complicaciones de cualquier otra índole, hayan o no
adquirido notoriedad. Y qué decir de los abortos deseados y embarazos
rechazados por desaprensión, desidia, resentimiento, egoísmo, codicia,
intereses económicos o ideologías, causantes de tanto dolor y huellas
imborrables que no se pueden extirpar. No podemos atribuirnos la determinación
de subestimar la viabilidad y mucho menos, de cercenar las chances de sobrevida
de aquel “fruto” a quien deberíamos
proteger y brindarle las mejores condiciones de vida que esté a nuestro alcance
ofrecer, quien no debe ser cruelmente considerado inoportuno, ni molesto, ni
tampoco culpable. Además de los afectos naturales, que hasta los animales en su
mayoría demuestran, una mujer Cristiana recibe a su niño con un amor más
profundo, pensando en su alma y no sólo en su cuerpo. Todos tenemos algún grado
de responsabilidad de acuerdo a nuestro rol y función, de manera que en nuestra
comunidad, de lo que de nosotros dependa, no se cause daño a nadie y menos si
resulta irreparable.
Que
sirvan estas palabras para acompañar a una reflexión Cristiana que, más allá de
las evaluaciones de la Obstetricia, la Neonatología, las Tecnologías de
Reproducción Asistida y otras especialidades o disciplinas y a pesar de la
imperfección e injusticia de las leyes humanas, se aferre a la Palabra de Dios
y nos ayude a asumir el compromiso de la comunidad, de la familia, de la pareja
y, en especial, de la mujer, el amor de madre y el apoyo al débil, con fe en el
evangelio que es la promesa de la gracia de Dios en Cristo, confiando en el
perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable.
Amén.