Espiritualidad.
La buena nueva.
Monseñor Victor Manuel Fernandez.El momento fantastico de la Ordenación.
Es sentír la Presencia Divina,
Es la FE puesta como ofrenda, cada uno suma su Alma y la pone a disposición de Dios en el
Luego de la ordenación
nos dejo palabras, de esas que llegan al corazón.
Aunque
estén cansados, permítanme compartir con ustedes algunos recuerdos.
A
los que me aprecien, estos detalles pueden ayudarles a entenderme.
En
primer lugar, quiero recordar a Alcira Gigena, el pueblo de Córdoba donde nací.
Aunque
dicen “pueblo chico, infierno grande”, crecer en un pueblo de 5.000 habitantes
es como crecer en una gran familia, en una gran casa donde todos nos
conocemos.
Y
siempre pensé que es mejor estar expuesto a las diferencias y a los conflictos,
que te incorporan, antes que a la indiferencia que te excluye.
En
ese pueblo siempre me sentí querido, valorado y alentado a desarrollar mis
capacidades.
Agradezco
a mi familia el apoyo de siempre, y a mi madre de 87 años que tuvo que sufrir
unas cuantas tormentas pero que siempre miró para adelante.
Mi
familia sabe que desde muy chico tuve un genuino amor por Jesucristo.
Allí
en Alcira estaba el cura que me bautizó y me educó en la fe.
El
padre Staffolani, que luego fue obispo de Río Cuarto.
Siempre
me impactó ver las ganas de ser cura que
tenía,
el amor al pueblo, y una cosa muy significativa: cuando sabía que había alguien
enfermo
se lo veía inquieto, no descansaba hasta que lograba visitarlo.
Porque
no soportaba que alguien se muriera sin recibir el consuelo cristiano. Fíjense,
se
obsesionaba
por estar al lado de alguien que se iba a morir, y que humanamente
hablando
no se lo iba a retribuir con nada.
Eso
a mí me mostraba la nobleza del
sacerdocio.
Con
17 años entré al Seminario de Córdoba, siendo rector Mons. Ñáñez.
Yo
era un adolescente pueblerino y despistado, llegaba asustado al Seminario.
Pero
con cuánto cariño recuerdo la comunidad del Seminario que me fue modelando.
Recuerdo
especialmente las clases y los consejos de Mons. Arancibia, y el acompañamiento
sabio
y
generoso de Mons. Rovai, que nos infundía tanto amor a la misión de la Iglesia
y a la Eucaristía.
Después
Mons. Arana me envió a Buenos Aires para que completara mi formación en la
Facultad de Teología.
Allí
me recibieron generosamente los Operarios diocesanos, que me regalaron toda su
comprensión y su amistad, que siempre voy a agradecer.
En
esa época, iba los fines de semana a ayudarle al padre Pablo Tissera.
Gran
sacerdote, generoso hasta el sacrificio, que era mi director espiritual.
Su
casa era realmente la casa de los pobres.
Yo
acompañaba a sus jóvenes a visitar un barrio muy pobre en Grand Bourg, y allí
aprendí lo que es el sufrimiento y la sabiduría de los pobres.
Luego,
cuando me ordenaron diácono, fui a verlo a Mons. Buffano para ofrecer ayuda en
San Justo. Recuerdo que Buffano me besó la frente y me dijo: “¡Cuánto te agradezco!”.
Claro,
tenía parroquias de más de 100.000 habitantes con un solo cura.
Empecé
a ir a la parroquia de Rafael Castillo.
Una
vez más, cuánto me enseñaron los
pobres
en esos barrios: con su paciencia, sus cansancios, su inmensa fe.
¡Cuánto
aprendí a quererlos!
Tiempo
después de estudiar un tiempo en Roma, volví a Río Cuarto como formador del Seminario,
y luego de un intervalo como párroco fui nuevamente formador.
¡Qué
lindo seminario!
Una
comunidad sacerdotal con un objetivo común, y una familia.
De
aquellos formadores uno es el actual obispo de Quilmes, el amigo Cacho Tissera que
estuvo siempre a mi lado.
¡Si
me pongo a contar todo lo que compartimos!
Allí estaba también el querido Padre
Filipuzzi, a quien uno se podía quedar horas escuchándolo y aprendiendo.
Rezamos
por él en esta Misa.
Mi
Obispo quiso darme un regalo y me nombró párroco en un barrio de Río Cuarto, por
siete años.
En
ese momento se creó la parroquia Santa Teresita, que tanto amé.
¡Cómo
nos divertíamos en la parroquia!
Peleábamos
también, pero cuánta vida y qué
fiesta
espiritual y pastoral.
No
hablo de jarana, porque había trabajo, fuerza misionera, oración y muchas ganas
de formarse.
Les digo a los seminaristas: no hay nada más
lindo
que ser párroco, más que rector, quizás más que arzobispo.
Esto
fue hasta el año 2.000.
Reconozco
que en estos 13 años la cultura de la
participación
y el compromiso ha decaído, es más difícil.
Pero
los desafíos están para superarlos.
Quiero
agradecer con mucho afecto y alegría a los curas del Presbiterio de la diócesis
de Río Cuarto.
No
sólo porque siempre me sentí valorado, apoyado y sostenido por todos, sino por
esa fraternidad donde quizás nos
criticamos, pero igual nos juntamos, nos acompañamos, nos escuchamos, no nos
abandonamos unos a otros.
Yo
es pero
poder
vivir lo mismo en este colegio que es la Conferencia Episcopal Argentina. Creo
en
ese lazo espiritual del episcopado que ahora nos une, y agradezco inmensamente
que
lo hayan hecho visible con su presencia en esta ordenación. Por don de Dios un
nuevo
hermano ha nacido hoy para ustedes.
Mientras
era párroco en Río Cuarto, viajaba semanalmente a dar clases a nuestra
querida
Facultad de Teología. Agradezco el apoyo y la comprensión de los colegas que
también
me acompañan hoy. Especialmente los años en que aprendí mucho de la
sabiduría
de Carlos Galli, acompañándolo como vice decano. En la Misa recordamos a
algunos
de ellos que ya nos dejaron.
Con mucho cariño quise pedir por algunos
maestros
como el recordado Padre Lucio Gera, el Padre Rafael Tello que me enseñó tantas
cosas
en
los últimos años de su vida, y el obispo Carmelo Giaquinta.
También
debo dar gracias al Clero de Buenos Aires, del cual, siendo yo un extraño,recibí
muchos gestos de fraternidad.
En
estos últimos años me tocó llegar, un poco accidentado, al rectorado de la
Universidad
Católica.
Yo
soy catequista de alma, de manera que me preocupa que los alumnos reciban el
anuncio del Evangelio y una formación cristiana que les ayude a
vivir.
Pero
también amo una teología que dialogue con las ciencias y la cultura dando
luz a una hermosa síntesis.
En
estas dos tareas todavía hay muchas deudas pendientes,y es un largo camino.
Seguí
los consejos del anterior arzobispo de Buenos Aires, y me preocupé por acercar más
la UCA al mundo de los pobres, de manera que el contacto con ellos nos ayude a ver
mejor la realidad y no seamos sólo intelectuales de escritorio.
En
esto hemos crecido, y también crecimos en el encuentro y el diálogo con la
sociedad y la cultura.
Pero
no quiero dejar de valorar la tarea más escondida de los investigadores, que persisten
en
la búsqueda de la verdad a veces con resultados poco visibles, y quizás con la
incomprensión de los demás.
Yo
mismo he escrito algunos artículos que me
robaron
mucho tiempo y que nadie lee, pero reconozco la oculta belleza de esa
búsqueda
que también da gloria a Dios.
Agradezco
a los vicerrectores que me acompañan con su amistad y su trabajo intenso y generoso,
y
a todos los que se empeñan cada día con un amor genuino por la Universidad, que
es un bien de la Iglesia de Jesucristo.
En
la contratapa del libro que les entregaron hoy tienen mi logo episcopal.
Allí
está el origen y sentido último de todo.
El
círculo naranja representa al Padre Dios, que es la fuente última, el Principio
sin principio.
Sobre
ese fondo aparece la cruz de Cristo, mi
querido
Señor, amigo y redentor.
Encima
de la cruz, el Espíritu Santo, que llenó la vida y el Corazón de Jesús y lo
impulsaba a la misión. Desde allí tiene sentido el báculo, que
es
el ministerio de los pastores, metido, como dice el lema “en medio de tu pueblo”,
en
el corazón del pueblo de Dios y no arriba o a un costado.
La
Virgen María, que es madre, está también allí, donde debe estar, en medio de su
pueblo.
Y
en medio de ese pueblo también está un comprovinciano mío que es un amigo y un
modelo, el querido cura Brochero.
Reconozco
mis miserias y mis límites, pido perdón a todos los que pueda haber ofendido o
a los que esperaban más de mí.
Pero
el pueblo de Dios me educó a lo largo
de
todos estos años, el pueblo de Dios me preparó más que los libros.
Aunque
a los cincuenta años podría decir que recién ahora me sentiría mínimamente
preparado para ser cura y ahora me toca ser obispo.
Pero
quiero sinceramente ser cada vez más fiel a Dios y confío intensamente en lo
que le dijo Jesucristo a San Pablo:
“Te basta mi gracia, porque
mi fuerza se manifiesta perfectamente en
tu fragilidad”.
O,
como escuchamos hoy:
“Sé en quien he puesto mi confianza”.
Entonces,
no sé qué será de mí, pero tengo la certeza de que, por la gracia de Dios, aun
a
través de los fracasos, cruces y humillaciones, Dios sacará algo bueno de mí
para su pueblo.
Me
gusta el Evangelio, me gusta la Iglesia madre, me gusta nuestro pueblo
argentino,
me
gusta esta misión que es una inmensa posibilidad de hacer el bien, así que no
me
queda
más que agradecer a Dios.
Para
terminar, quiero tener presente a una persona que nos está acompañando
espiritualmente,
el querido Papa Francisco.
Ante
la insistencia de un amigo mío que quería que yo fuera obispo, le dije una vez
que
si
eventualmente me ofrecían ser obispo yo no lo iba a aceptar.
“Tomame
la palabra”,le dije.
Ahora
me da vergüenza.
Pero en aquel momento yo no contaba con que
quien me lo iba a pedir sería este Papa, que conoce bien mis pocas capacidades
y también mis defectos.
Que
yo sea obispo tiene que ver con su misericordia y su audacia.
El
otro día el Santo Padre me llamó para decirme que estaba rezando por mí, y me contó
que tenía otra cruz pectoral igual a la suya.
Entonces
me dijo:
“No te
hagas hacer una ”.
“¿Para
qué quiero yo dos cruces si con una me alcanza? “
“Así
que si no te parece mal te mando una a vos”.
Es
esta que llevo puesta.
Gracias
de corazón a todos ustedes por acompañarme en este hermoso momento, y como
dice el Papa:
“por favor, recen por mí”.