Espiritualidad.
El don de Sabiduría.
Nota Nº 5.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. El don de sabiduría, el más excelso de todos los dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable del don de sabiduría.
Él asegura conocer al Padre: «Yo le conozco porque procedo de Él, y Él me ha enviado» (Jn 7,29). «Vosotros no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros, un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra» (8,55; +6,46).
Más aún, Jesús conoce al Padre en una forma única, y tiene poder de comunicar a los hombres esa sabiduría suprema: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11,27).
También los discípulos, por la virtud de la fe, conocen a Dios con segura certeza, pero «como en un espejo y en enigma» (1Cor 13,12). En cambio, por el don de sabiduría, son iluminados por el Espíritu Santo con una sabiduría de Dios sobrehumana y que tiene modo divino. Es la altísima sabiduría de Juan, contemplando al Verbo encarnado en el prólogo de su evangelio. Es la visión que San Pablo tiene del misterio de Cristo y de su Iglesia. Es la sabiduría de las elevaciones místicas de Francisco, Tomás, Catalina, Teresa...
La Escritura sagrada muestra con frecuencia la sabiduría espiritual como un don de Dios, como un don gratuito que ha de pedírsele a
Él con toda insistencia y esperanza: «Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría.
Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza» (Sab 7,7-8).
Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).
Teología
El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo.
Se dice que es sabio aquel que conoce las cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.
Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas, haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.
El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad santísima.
Santos
Podemos contemplar, por ejemplo, la acción maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia, terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:
«En esta manifestación de Dios, aunque suene a blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.
«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas... Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste. Cuando estoy en Él no pienso en nada más.
«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios: "hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...
«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios» (Libro de la Vida, memorial IX,5).
A la luz de estas descripciones, coincidentes sin duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).
Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).
El don de sabiduría ilumina todo conocimiento sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo, solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión eucarística.
Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta intención y por su bien» (Leyenda 405-406).
El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor 1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús:
«Por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas [por la virtud de la fe], a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas son!» (VII Moradas 1,7-8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma «cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en un texto maravilloso:
«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en uno...
Entonces, «... todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la entienden" (8,15-16).
«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y es otro esencial» (Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría, realmente, es maravilloso.
Ahora, por el don de sabiduría, todo lo mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que lleva a la perdición (+Mt 7,13).
Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial, da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.
El jesuita San Pedro Claver era uno de los sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid 1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su asistencia.
San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769). Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).
Por el don de sabiduría, sencillamente, los cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).
Disposición receptiva
Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:
1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que «la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida... Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría eterna 167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario
«no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
«El mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).
Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).
Teología
El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo.
Se dice que es sabio aquel que conoce las cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.
Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas, haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.
El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad santísima.
Santos
Podemos contemplar, por ejemplo, la acción maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia, terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:
«En esta manifestación de Dios, aunque suene a blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.
«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas... Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste. Cuando estoy en Él no pienso en nada más.
«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios: "hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...
«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios» (Libro de la Vida, memorial IX,5).
A la luz de estas descripciones, coincidentes sin duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).
Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).
El don de sabiduría ilumina todo conocimiento sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo, solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión eucarística.
Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta intención y por su bien» (Leyenda 405-406).
El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor 1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús:
«Por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas [por la virtud de la fe], a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas son!» (VII Moradas 1,7-8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma «cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en un texto maravilloso:
«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en uno...
Entonces, «... todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la entienden" (8,15-16).
«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y es otro esencial» (Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría, realmente, es maravilloso.
Ahora, por el don de sabiduría, todo lo mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que lleva a la perdición (+Mt 7,13).
Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial, da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.
El jesuita San Pedro Claver era uno de los sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid 1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su asistencia.
San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769). Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).
Por el don de sabiduría, sencillamente, los cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).
Disposición receptiva
Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:
1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que «la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida... Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría eterna 167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario
«no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
«El mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).
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